jueves, 12 de agosto de 2010

Gotas de agua salada

Y el trueno que no anticipa el chaparrón de tristeza, sino el chubasco de recuerdos, se hace oír por encima de todo y de todos. Mi solitario rincón me espera. Oh, la musa que me aguarda ahí. Apacible, como dormida, esperando que me lance al ataque a instancias de mi inspiración recién recuperada. “Espérame, mi hermosa musa”, digo, y voy hasta el rincón.

Ya ahí, recuerdo todo. Las tórridas y vehementes imágenes que soliviantan mis ánimos y me incitan a devolverme por el camino de mis más adversas tribulaciones, aparecen frente a mí como queriendo asesinarme. Y encuentro la llama de la ignominia de la remembranza ardiendo en mi pecho. Ígnea y rusiente.

“¡Perdóname, musa!”, grito a voz en cuello. “¡Perdóname por abandonarte!”. Y me encuentro nuevamente de frente a un callejón sin salida. Con la pesadumbre que flagela mi estima dictándome consejos que abruman mi moral. ¡Maldita musa traidora que me haces recordar! Cuestiono el por qué de la asistencia de los recuerdos como método de inspiración. Y no recibo respuesta alguna.

Lo malo de un pasado que injurió, es que cuando se recuerda tiende a lacerar. Es mi caso, y pido perdón. “¡Oh, musa, perdóname!”, vuelvo a gritar. Mientras tanto, pequeñas y resbaladizas gotas descienden por mi rostro como tratando escapar sin pausa y sin prisa de sus opresores que no pueden impedir su fuga. ¡No me lastimen! ¡Que no lo hagan!

El suplicio del recuerdo acude a donde estoy, en mi rincón junto a mi musa, y se sienta junto a mí, tal como lo habría hecho un viejo amigo al que tenía tanto tiempo sin ver. Acostumbrado a las penas, llega hambriento y dispuesto a alimentarse. La musa que me inspira y el pesar que me flagela. Acaso no puedo inspirarme sin recordar, y no puedo recordar sin sentir dolor. Sin que unas pequeñas gotas de agua salada escapen de sus opresores, los ojos, para desenterrar la tristeza que estuve a punto de preterir de mi memoria.

Sintiendo pena y dolor, pero habiendo recuperado mi inspiración, suspiro tranquilo y con ojos llorosos: “¡Oh, musa, has vuelto!”.

domingo, 1 de agosto de 2010

El baile de la marioneta

No converso y no observo. No olfateo y no puedo escuchar. Solo siento. Soy de tu boca y tus ojos. Soy tu nariz, tus oídos. Me haces sentir. No puedo caminar si tú no lo permites. Bailaré al ritmo de tus compases por siempre. Estoy condenado a ser lo que tú quieras sea. Dulce condena.

Me sientan tan bien tus besos cuando el acto sale a la perfección, y en mis noches de desconsuelo, pienso que me enamoro de aquella que me manipula todos los días. Magna artista, talentosa y bella. Y yo, perdiendo el tiempo. Sostenido a los hilos, pendo de tu amor. Agradezco no tener un corazón para que no puedas romperlo. Desgarra mis ropajes y sentiré menos dolor. Mi cabeza falsa podrás arrancar y yo aún te seguiré amando… porque soy yo.

Es duro estar condenado a ser “uno mismo”, y esa es mi condena, ser yo mismo. Y parte de ser yo mismo es amarte a ti. A ti que me regalas la vida y los sentidos cada día con tus magníficos actos. A ti mi dulce artista, la que me hace depender del movimiento de sus manos.

Soy de mentira, lo sé. Pero tu magia me hace sentir tan real. Y puedo llegar al éxtasis cuando escucho la voz que anuncia el turno de “el baile de la marioneta…”

sábado, 24 de julio de 2010

Paz en sus párpados

“Comprende que con esto no llegarás a nada…”; “No encontrarás la solución en un problema”; “Reacciona...” “Ten respeto por ti mismo”.

Estas son las palabras que solía decirle. Lo recuerdo muy bien. Como si de un día cercano se tratara. La verdad ahora que lo pienso creo que insistí muy poco; supongo que tenía mucha confianza en mi mismo y creí que podría lograr hacerlo entrar en razón y alejarlo de ese mal. Aunque siempre le hablaba e intentaba convencerlo de que aquello no era correcto, una parte de mí siempre creyó (y de eso me entero ahora) que lo dejaría eventualmente. ¡Que iluso fui! Ahora ya es demasiado tarde. Para él y para mí…

No es cuestión de sentirme bien o mal, ni de repetir las ideas o los pensamientos para torturarme. No se trata de andar por la vida culpándome o lleno de un arrepentimiento idiota por algo en lo que realmente yo no tuve nada que ver. Pero he de confesar, que pretendo cargar con este dolor por el tiempo que sea necesario. Son situaciones que no se superan, pero que pueden atravesarse. A veces las cicatrices del pasado nos sirven para mejorar el futuro, que es el presente en cual vivimos.

Me es imposible recordar con certeza cuantas veces hablé con él sobre el tema. Sin embargo, recuerdo que los últimos días ya casi no hablábamos. Nos sentábamos en el suelo a escuchar su música favorita y a conversar con el silencio. Yo rememoraba en la penumbra de la habitación todos los momentos de nuestra infancia. Él, miraba con una fijeza extraña el vacío de la oscura estancia. Siempre fuimos amigos, siempre.

La mañana en la que me enteré, fue como si ya lo supiese. Me actitud, o mejor dicho, mi reacción, pudo parecer un poco egoísta a los ojos de su madre quien fue quien llevó la noticia a mi casa. No reaccioné y eso es rudo y de mala educación. Era tan esperado en aquel entonces. Lo sabía porque cuando nos sentábamos a hablar sin hablar, a mirar el silencio y a escuchar aquellas hermosas canciones, ambos pensábamos en como sería despedirnos, y sin querer, nos decíamos adiós. Cuando las palabras se agotaban, y no querían salir de nuestros labios, era como si de una despedida permanente se tratase.

Mientras me vestía para asistir al funeral no pensé en nada. Era como si estuviese a punto de ir al funeral de una persona que en mi vida conocí, cuando en realidad se trataba de alguien que existió hasta el punto de irse y llevarse consigo una parte de mí mismo. Fui consciente de eso de camino al funeral y una lágrima tímida y fresca resbaló por mi mejilla; mis ojos se humedecieron y mi mente se fue a pasear al remoto campo de la memoria.

Dulces recuerdos de la infancia. Tiempo en el que no tienes idea de que es el futuro y por ende, no tienes idea de lo que te depara en él. Pensé, y en mi rostro se dibujó una amarga sonrisa, que la felicidad sería eterna de no superar la infancia. Con melancolía cerré mis ojos fuertemente y deseé de corazón volver a ser niños, volver a vivir esos momentos tan diáfanos y maravillosos, y no regresar jamás, pues así, sería seguro que nuestra felicidad no se agotaría.

Llegué al funeral y de un golpe me tope con la cruda realidad. Allí estaba el ataúd en el medio de la sala, algunas de las personas lloraban con desconsuelo, otras solo miraban con fijeza al vacío; y había quien se mostraba tan indiferente como una roca en medio de la carretera. Me acerqué y vi su rostro y por primera vez en tantos años de lucha contra aquel terrible mal observé con claridad paz en sus párpados que reposaban cerrados sobre sus ojos. Nitidez. Descanso. Eso era en lo que él se había convertido.

“Veme llorar”, murmuré mientras el vidrio del ataúd se cubría con mis lágrimas. “Veme derramar esas lágrimas y absuelve la culpa que siento…”. Dije algunas otras cosas y luego me fui. No supe más nada de su familia ni de nadie que pudiera recordarme la tristeza de su pérdida. Me alejé de mi mismo y me sumí en mi dolor hasta el día de hoy en donde he reaccionado y me pregunto: ¿Cuándo encontraré la paz?

jueves, 22 de julio de 2010

La conversación de Violeta

Violeta quería a alguien con quien conversar aquella noche de lluvia. Los relámpagos en el cielo nublado iluminaban la sala de la casa de lóbrego aspecto. Se sentían las gotas caer en el techo, y se oía el débil sonido del reloj mientras el segundero avanzaba. Violeta quería a alguien con quien conversar…

Al pie de la escalera se encontraba la chica, abandonando su espacio con los ojos llenos de lágrimas melancólicas sin tener con quien poder hablar. Y en un último y desesperado intento de provocarse el llanto triste que tanto anhelaba regalarse, rompió a llorar de rabia e impotancia por estar tan sola y tan llena de palabras para decir; palabras que se desaparecían en su garganta, tal como si las tragara, una a una. Y de pronto se escuchó:

–Ven, conversa conmigo –dijo una voz en la penumbra de la sala.

Obscuridad y vacío. No había nadie más en aquella casa que Violeta supiera. Quizás alucinaba, quizás necesitaba tanto el conversar con alguien que comenzaba a oír voces. Sin embargo, se preguntó quien le había hablado. Era posible que no hubiera imaginado aquella voz, que alguien sí estuviera allí, aunque de alguien del más allá se tratase, y quisiera hablar con ella. No tuvo que formular pregunta alguna pues poco a poco iba obteniendo la respuesta; pero se atrevió a interrogar con voz temblorosa al negro silencio de su casa aparentemente vacía:

–¿Quién eres? ¿Mi conciencia?

–No –respondió la voz cortante–. Soy tu soledad.

miércoles, 21 de julio de 2010

Carta al pasado (Escrito)

Hola, quiero decirte que no existe mucho pensamiento detrás de estas palabras. Por cualquier cosa en que pueda ofenderte, pido disculpas. Mi carta no es un ejemplo de la premisa que nos reza que detrás de un amable saludo se puede esconder una brutal despedida. Un adiós, sí. Brutal, no. Y quizás ni siquiera un adiós; probablemente esto sea un hasta luego. Después de todo, seguirás volviendo, para bien o para mal, y llegará el momento en que yo tenga que despedirte.

Ten siempre en cuenta que no te guardo resentimiento, en lo absoluto. Y aunque pudiera borrarte, no lo haría. Eres una parte de mí, y siempre lo serás. Pues por mucho que haya sufrido contigo, formas parte del trabajo que me llevó convertirme en lo que hoy soy. Por eso, debería dar gracias.

Asimismo, te aseguro que no te cambiaría o negaría, compones mucho de lo especial que tiene mi vida. Y repito, aunque haya sufrido contigo, siempre serás el proyector de lo que yo soy en estos días. Podré tenerte siempre en cuenta como una lección aprendida; o más que eso, como el maestro de las lecciones que hoy pongo en práctica. Pues no hay mejor manera de acomodar el mañana que practicando en el hoy lo que se aprendió en el ayer.

Te pido no más que cuando regreses, lo hagas con la intención de seguirme enseñando, y te aconsejo que esta vez tus lecciones no sean tan duras. Ese complot que tienes con la vida de hacer sufrir a los aprendices, no es algo propio de tu belleza. No es algo natural. Porque los aprendices siempre seremos aprendices. Aquel que todo lo sepa, debe morir, pues no existe misión alguna en su vida. He allí tu importancia. He allí la necesidad de tu presencia en mi vida y en la vida de todos.

Sé, como antes he dicho, que cuando vuelvas tendré que volver a despedirte. Solo espero que cuando tenga que hacerlo, no te vayas dejándome malos recuerdos, pues eso significaría un mal vivir en el presente en cual me encuentro. De igual forma te pido que me dejes saborear la dulzura de un pasado feliz, que me hagas aprender pero que tú también aprendas. Y por favor, no llegues tan aprisa ni tan repentinamente. En el momento en que te vayas, juro que no te extrañaré.

Lo que dejas, sea bueno o sea malo, lo aprecio y respeto pues son momentos que tengo que atesorar para hacerme grande. Son esos los momentos que me darán la fuerza para superar las cosas malas que en un futuro tendré que volver a despedir, o las cosas buenas que se han ido, y se irán.

No puedo añadir nada más, pues es tan corta mi vida que no hay mucho escondido en lo que fue, pero si mucho por ver en lo que será, así que hasta aquí llego y me despido. O mejor dicho, te doy un hasta luego, y espero que cuando nos volvamos a encontrar, poder seguir conservando esa sonrisa melancólica pero feliz con la que hoy te recuerdo. Te agradezco por lo bueno y por lo malo, con cariño…

…yo.

martes, 20 de julio de 2010

¡El profesor les mintió! (Cuento abstracto)

¡El profesor les mintió! ¡Les mintió a todos! ¡Pobres ilusos! No veían que se encontraban en medio de una trampa armada por ese ser. Mentecatos. Su estrechez de mente no les daba para analizar los hechos. Ninguna persona carente de bienes ofrece y promete riqueza a otros, siempre es una farsa. Pero ellos no lo habían notado. Y todos se encontraban allí, solos, con frío, y esperando en el medio de una carretera desierta a que pasara alguien que los salvara. Si lograban salir de aquello, serían unos héroes, pero de nada valdría, para ese entonces, el profesor ya habría huido. Y la muerte no era física sino peor, era espiritual.

Los muertos caminaban sin sentido de aquí a allá, no tenían dirección alguna, estaban perdidos. El profesor los había dejado perderse. No. Ellos habían dejado perderse. El profesor solo utilizó sus trucos para hacerlos perder, ellos lo habían permitido. Y ahora, queridos lectores, mírenlos. Traten de imaginarlos y véanlos. Vean sus ropas mojadas y sucias, vean sus rostros llenos de lágrimas y con muecas de desespero en ellos. Sus almas son las que caminan. Ya ellos no pueden regresar. El profesor les mintió. ¡Les mintió a todos!

No existe un lugar más allá de aquel fuego. Todo después de las llamas ardientes se convierte en cenizas, y véanlos. Lucen horribles. Están quemados e inanimados. El profesor les había mentido y sus cenizas iban formándose mientras sus almas caminaban de un lado a otro en la carretera vacía. El profesor les mintió. Era fácil mentirles, las mentiras se forman en los labios y es sencillo dejarlas salir a flote. Las verdades no se forman, ya existen, solo que hay que empujarlas del alma hacia fuera. Pero miren lo que le había hecho el profesor a estos pobres diablos, ¡él no tiene alma!

Los dejó quemarse en el paradójico fuego de la ignorancia, cuando los dragones de la incultura lanzaban llamaradas y ellos caían y se ahogaban en el volcán de las mentiras de su profesor. Ellos eran más que él, en número, por lo tanto en mentes. ¡Oh, pero que ingenioso había sido el profesor! ¡El profesor les mintió, he dicho! ¡Les mintió a todos, pobres ilusos!

Ahora ya había cesado el fuego y las almas se perdían, se iban alejando malogrando su forma. Estaban en el mundo, pero no eran más que arena, que aire invisible e irrespirable, que mentiras, que suciedad, que vacío… ¡El profesor les mintió! Les mintió para convertirlos en rotas motas de torpeza. Ahora eran ridículas piezas de un rompecabezas oscurantista que vagaba a lo lejos del mundo real, del mundo culturizado, del mundo que tenía de frente lo que era válido, lo que era correcto. Del mundo que había sanado a los mentiras de ese profesor, que se había inmunizado a los engaños y no se había quemado en el brutal fuego de la desesperanza. ¡El profesor les mintió!

lunes, 19 de julio de 2010

Ojos (Escrito)

Derrama tus lágrimas sobre mi pecho y haz de tu llanto un altavoz. Permíteme escucharte y ver lo que en tus ojos se dibuja, eso de lo cual ellos se llenan con cada sentimiento y emoción. Regálame una mirada enternecedora, furiosa, amable, triste. Déjame ser parte de lo que tus ojos ven, de lo que sueñan, de lo que añoran. Haz de mí tus ojos; haz de mí ese pañuelo con el que secarás las lágrimas que de mí, tus ojos, brotaran. Y si algún día por mí propia estupidez, me ves, a tus ojos, llorar, golpéame con la furia del perdón y recuerda que cuando te veo, me ves y me veo. Somos la misma mirada en una sola, un solo ojo gigante que forma parte del corazón. Yo el ojo, tú la vista, tú el ojo, yo la vista. Ambos el sentimiento, ambos la emoción. Te doy mis ojos para que seas, para que veas lo que yo veo, para que sientas lo que yo siento cuando te miro. Sintamos lo mismo, te invito a compartir. Ábrelos. Mantenlos abiertos. Que tus ventanas no se cierren al alma, y que las ventanas del alma perciban lo bello de esta vida y lo maravilloso de este amor. Ojos negros, café, verdes y azules. Ojos como la noche, como el aroma, como el bosque, como el mar. Ojos que van y que vienen mirando de aquí a allá. Detén tus ojos en un momento y mira hacia él, créelo, y ve como aparezco al final, para regalarte la mirada que promete que en tus ojos y tu corazón, siempre estaré…

La Esquina

La lluvia mojaba mi traje y empañaba los cristales de mis anteojos, poca luz en la noche, y mucho viento y frío en las calles. Yo caminaba con paso apurado, cuidadoso de no tropezar. No vi el taxi que pasó a mi lado sino cuando ya estaba muy lejos, y decidí parar en la esquina a esperar otro; total, ya más mojado de lo que estaba no podía quedar.

En esa esquina, bajo el farol, había una mujer. No pude distinguir bien su rostro cubierto de gotas de lluvia, pero ella sonreía y parecía agradada por el chubasco. Yo sorprendido por la rareza, sonreí también y nuestras miradas se cruzaron en aquel segundo mágico en el que mi vida cambiaba. Intercambiamos sonrisas, y a la luz escasa de aquel farol sellamos con nuestros silencios un pacto de amor eterno.

Amor a primera vista, de ese que se siente como un choque eléctrico. De ese que viene cuando menos te lo esperas. De ese que entra por los ojos y traspasa los límites de nuestra anatomía hasta llegar al corazón. Amor a primera vista era lo que yo había sentido. Amor a primera vista era lo que me mantendría vivo y cálido durante aquella noche.

Sin decir mucho, o sin decir nada, entendimos que ambos lo queríamos. Ambos dispuestos, ambos emocionados. Nos subimos juntos al taxi como cualquier pareja de la ciudad mojada, y nos dirigimos hacia mi hogar. No dejábamos de mirarnos. Nuestros ojos aún mantenían aquella conexión divina con nuestros corazones.

Entramos a la casa y nos quitamos las ropas. Abrigos y suéteres, camisas y prendas íntimas, y sumidos en la desnudez consumamos aquella magia que comenzó en la esquina. Besos, caricias, gemidos y más sonrisas. Amor que se entregaba a través del bello acto. Amor que se hacía como Dios lo había creado.

Exhaustos los dos caímos vencidos. Gustosos, habíamos perdido la batalla contra aquellos sentimientos. Y yo, antes de dormir, pensé que no había saciado mi sed por aquella hermosa sensación. Se infló un globo de felicidad en mi interior, mis ojos se cerraron y mi mente se fue de viaje al infinito mundo de los sueños. Soñé con ella, y desperté feliz.

Desperté feliz pero desperté solo. Ella ya no estaba. Solo había dejado una nota en la cocina junto a una taza de café vacía. Pedía disculpas y con un adiós me juraba que jamás la volvería a ver. La nota se mojó con una lágrima escurridiza que resbaló por mi mejilla. Me vestí con rapidez y fui a buscarla a aquella esquina con la esperanza de alcanzarla y volver a hacerla sentir ese calor del amor a primera vista. ¡Amor falso y unilateral que rompe los corazones de los románticos!, pensé con furia; y corrí como si de salvar mi vida se tratase, lo que de hecho, era así.

Llegué a la esquina y ella no estaba. Caminé en círculo buscándole una explicación a su abandono repentino y mientras tanto, el globo de felicidad se desinflaba con creces, más lágrimas y un dolor punzante. Dolor que aparecía en el mismo punto donde en aquel minuto mágico se sentía ese choque de corriente esperanzador.

De pronto, lo hermoso se hizo gris, lo bueno se volvió indiferente y lo malo ya no preocupaba. De pronto, la vida perdió el color y el sabor. De pronto, lo único que existía estaba frente a mí, y era aquél viejo farol de la ciudad mojada. En aquella esquina me planté a esperar, y de aquella esquina no pude volver a moverme. Llega el momento en que toda rosa debe morir, y toda mariposa debe desaparecer; llega el momento en que todo hombre debe descubrir el lado oscuro de la vida y no volver a verle los colores jamás. Llega el momento en que los seres nos topamos con nuestra esquina, y para bien o para mal, nos plantamos en ella hasta morir.

domingo, 18 de julio de 2010

Quizás esto es lo mejor

Él siempre la había amado. Siempre. Desde la primera vez que la vio sintió como su corazón casi abandonaba el pecho con sus fuertes latidos. Ella no era la mujer más hermosa, tampoco la más inteligente, ni una princesa de cuentos. Era sencilla, algo básica, y con un físico dentro del promedio. Sin embargo nada de aquello le importaba a Nicolás, quien había amado a Sofía desde el momento en que la vio asomarse por aquella puerta la tarde en que él y sus padres llegaron al vecindario.

Hacía frío, estaba lloviendo y la tensión ocupaba un puesto en la Wagoneer del año ochenta y dos que manejaba el padre de Nicolás. Ni su madre, ni él querían mudarse, pero el padre quien era la única base de aquella familia en quiebra, había conseguido un buen empleo cerca del vecindario y sin previa consulta había tomado la decisión de trasladarse.

Llegaron por fin, y con diplomacia ayudaron a bajar las maletas de la camioneta. En esta tarea se encontraba Nicolás, insultando con ira a su padre en su mente, cuando vio que la puerta de la casa que se encontraba al otro lado de la calle, frente a la suya, se abría. Una cabellera castaña, unos ojos color miel, estatura mediana e incisivos grandes fue lo que pudo detallar del físico de aquella joven Nicolás. Del resto, solo vio a la mujer más hermosa que había visto en su vida.

Pasaron los días, y la constante presencia de la muchacha en la puerta y ventana de la casa vecina alegraba cada vez más a Nicolás quien se comenzaba a contentar con el vecindario y a hacer las paces con su padre. Pasaron las semanas y ya ambos jóvenes intercambiaban sonrisas. Esos días se hacían más cortos y las semanas volaban hasta convertirse en meses de constante observación hasta que una tarde se dio la oportunidad que Nicolás esperaba y tuvo que hablarle cuando ella, Sofía, se presentó en su casa solicitando la ayuda de él para cargar unas cajas de su habitación.

Él la ayudó, y a raíz de esto entablaron una buena relación entre vecinos que se sonreían con amabilidad y se saludaban de lejos. Sin embargo, Nicolás buscaba cualquier excusa para verla, para saludarla, para observar el brillo de su sonrisa y apreciar la dulzura de su voz. El tiempo siguió avanzando y Nicolás y Sofía se hicieron muy buenos amigos, pero nada más.

Nicolás recordaba con frecuencia sus fiascos amorosos del pasado y sentía un miedo inverosímil de hablarle, de expresarle sus sentimientos, de decirle que desde el momento en que la vio se había enamorado totalmente de ella. De sus ojos, su boca, su cabello, sus dientes, su voz, su sonrisa…

Hubo un tiempo en que Sofía visitaba todas las tardes a Nicolás para charlar y tomar café. Ella nunca había tenido un amigo tan cercano como él, y aquello incrementaba el miedo de él para hablarle. Él tampoco había tenido una amiga así jamás; claro, a las que había tenido, no las había amado con locura. Ya hacían dos años desde que Sofía se asomó por aquella puerta, y Nicolás se decidía cada día más a hablarle por las noches, y en la mañana, aquellas decisiones se desvanecían y se hacían invisibles como un grano de sal en el agua. Se prometía a si mismo hablarle y rompía la promesa. Se prometía olvidarla y la volvía a romper. Con aquel amor enloquecido Nicolás se hacía débil al punto de querer morir.

Una tarde en la que los dos tomaban café, Nicolás recordó la tarde en que se mudó a aquel vecindario y volvió a culpar a su padre, victimario culpable de su felicidad, su infelicidad y su más grande amor. Aquello no era vida. Miró a Sofía y se decidió a hablarle, a decirle algo, no sabía qué, pero entendía que cualquier cosa la espantaría o le rompería el corazón. La vio sonreír a la lluvia con sus grandes dientes y ese sonido tan especial y entonces se arrepintió. No. No sería capaz de contarle nada, de hacerla sufrir. La amaba y no sería el culpable de dañarle la existencia. Sonrió con desconsuelo tratando de animarse, y aunque sabría que el sufrimiento sería fuerte, extenso y casi eterno, miró a una amiga que tenía y pensó que…

–Quizás esto es lo mejor –dijo Nicolás. Sofía lo miró sin comprender pero él se limitó a sonreír, y en silencio, ambos siguieron contemplando la lluvia.

sábado, 17 de julio de 2010

Regresar a Nunca Jamás

“Hola, te escribo desde la tierra donde estoy. Espero que allá donde tú estás, puedas leer mi carta…

Con estas palabras encabezaba Álvaro la carta que escribía a Miguel, su hermano, quien se encontraba muy lejos de él:

“Hoy en día la vida aquí abajo no es tan buena, no es tan bella. Tengo que trabajar para sobrevivir. Si quiero comer, debo ganarme mi alimento. Y aunque no todo es malo, tampoco todo es felicidad. No es como cuando éramos niños que no teníamos ningún tipo de preocupación. No todos son sonrisas, y ya casi nada es juego. Pero como te he dicho, no todo es malo, tengo una esposa muy hermosa y dos hijos preciosos. La mayor es Susana, tiene once años y es una niña encantadora, el menor tiene ocho años, es muy inteligente y divertido, se llama Miguel como tú, su tío…

Nunca dejo de pensar en todas esas travesuras que hicimos cuando niños. Como cuando escondimos la ropa del tendedero de la vecina, o jugamos al frisbee con los discos viejos de papá. Era todo tan divertido, y éramos los dos tan inocentes. A veces me siento a recordar y quisiera que nada hubiera cambiado, que nos hubiésemos quedado allí en ese momento para siempre. Es una verdadera lástima que tú hayas tenido la oportunidad y no yo, pero son cosas del destino…

Ese momento en el que nos separamos tampoco puedo olvidarlo. Fue muy significativo para mí, y también muy doloroso. Extrañarte es peor que nada, pues te extraño pero no te puedo dejar de recordar… todos los días, hermano. Sé que te fuiste a un lugar mejor, y no lo conozco aún ni creo que voy a conocerlo, pero de seguro estarás siendo feliz y haciendo muy feliz a otro. Solías siempre ser el bromista, el divertido y a mí eso me encantaba…

¿Te acuerdas cuando tuvimos aquella conversación sobre nuestras vidas futuras? Yo sí. Fue poco antes de que ocurriera… aquello. Prometimos no crecer. Seríamos como Peter Pan, y nos iríamos juntos al país de Nunca Jamás al primer indicio que tuviéramos de que dejábamos de ser niños. Tú te fuiste, y espero que estés allí. Pero no lo sabía y me dio miedo ir sin ti…

Decidí crecer y hacerme una vida de adulto, y soy exactamente como esos adultos que odiábamos, aburrido y trabajador, pero trato de enmendar ese “error” haciendo cosas buenas por mis hijos. Tú que vives en Nunca Jamás no habrás crecido aún y entenderás muy poco lo que te digo. Imagina que es un niño el que escribe estas palabras. Soy un niño que te quiere y te extraña siempre…

Susana y el pequeño Miguel han oído mucho de ti, por supuesto. Saben todo sobre su encantador tío, su tío que es un niño un poco más grande que ellos, un niño que no creció y que vive en el cielo rodeado de estrellas en un país al cual se llega volando. Se emocionan mucho con esto, y les encanta oír las mismas historias que solían leernos mamá y papá antes de ir a dormir...

Mi esposa es una gran mujer y una excelente madre. Me recuerda mucho a mamá en su forma de cuidar a los niños, es muy parecido a como nos cuidaban a nosotros, con amor, bondad y mucha comprensión. Mamá sufrió mucho cuando te fuiste, a papá le costó bastante superarlo también. Yo, aún no lo supero y todos los días estás presente. Quiero que lo sepas…

El propósito de esta carta no era solamente saludarte, era pedirte un favor y contarte un secreto. No es un secreto infantil, de los que nos contábamos el uno al otro en nuestros campamentos dentro de la habitación o en la sala; es algo mucho más grande. Hermano, voy a morir…

Moriré pronto pues estoy muy enfermo. El médico me ha dado muy poco tiempo de vida. Y la razón por la cual te cuento esto es porque no tengo un lugar al cual ir, y quiero volver a creer. Permíteme ir contigo, ser un niño de nuevo y regresar a Nunca Jamás. Ábreme las puertas, regálame las alas y ayúdame a volar hasta la estrella… Con amor, Álvaro.”.

Así culminaba la carta, y nunca hubo respuesta. Álvaro escribió de nuevo, moribundo, a su hermano Miguel:

“Hermano, hoy es mi último día, y si aceptaste lo que en mi carta habrás leído, nos vemos pronto… porque pienso regresar a Nunca Jamás…”.

jueves, 15 de julio de 2010

Un lugar mejor

Yo conocía perfectamente donde se encontraba la salida, pero de ningún modo quería salir de allí. Había pasado allí las últimas tres horas, y pasaría otras tres, cuatro, cinco y todas las que fuesen necesarias hasta obtener una respuesta. Ya las enfermeras, y algunos médicos, que caminaban de un lado a otro, atravesando constantemente la sala de espera donde yo me encontraba, me miraban con una familiar sonrisa de lástima en sus cansados rostros. Yo les sonreía para no hacerme sentir peor.

No tenía noticia alguna. Unos minutos antes se había acercado a mí una enfermera, pero solo para ofrecerme café y recomendarme ir a casa y dormir al menos un par de horas. Me dijo que aquella operación que le estaban realizando a mi esposa tardaría mucho tiempo, que no tenía que quedarme allí, que me veía muy cansado. Mentalmente, agradecí el gesto, pero no respondí.

Me senté en una de las incómodas sillas de la sala de espera y cerré los ojos. Fue imposible visualizar otro momento…

La vi a ella sonriendo y bailando en nuestra noche de aniversario, me contentaba tanto verla así: alegre, amorosa, soñadora. Eran diez años de matrimonio, y lo celebrábamos como la primera vez. Sonaba una bonita música de fondo, la cena había estado deliciosa y ahora nos besábamos en el salón. Eran besos tan apasionados que creí por un instante que me quedaba sin alma; que el aire que respiraba se iba a sus pulmones y no a los míos. La abracé. La abracé con mucha fuerza. La abracé con tanta fuerza que ella supo en ese momento que era cierta mi promesa no dejarla ir jamás. Que estaría con ella siempre.

–Vamos a la habitación –me dijo, separando sus labios de los míos.

No respondí, solo asentí con la cabeza y la seguí escaleras arriba.

Ya en la habitación no hice más que quitarme la ropa y esperarla en la cama. Ella entró al cuarto de baño, yo estaba tan emocionado.

Pero entonces no escuché ningún ruido saliendo del cuarto de baño y ya había pasado un rato. “¿Estás bien?”, pregunté, y ella no respondió. Intenté entrar pero la puerta estaba cerrada. En ese momento de nerviosismo mi mente comenzó a nublarse. Escuché un estruendo dentro del baño, y como pude logré forzar la puerta y entrar. Y la vi.

Estaba pálida, tendida en el suelo y sangraba con la nariz. Su estado de inconsciencia me hizo salir a mí del mío, la subí a la cama y corrí por un teléfono a llamar a una ambulancia… Después, estábamos en el hospital…

Una mano tocó mi hombro con suavidad, exactamente como cuando despiertas a alguien para darle malas noticias.

– ¿Qué pasa pregunté?

–Señor, nosotros…

No tuve que escuchar el resto de la frase para lograr comprenderla. Mis ojos se llenaron de lágrimas, mi corazón de espinas y mi alma de niebla. Me sentí débil. Me sentí vacío. Caí al suelo y sentía como varias manos intentaban ponerme en pie. Oía como varias voces me aupaban. Pero no quería levantarme. No quería hacerlo en ese momento y no quería hacerlo jamás. Estaba condenado a vivir una eternidad de infelicidad extrema si no era vivir con ella. Cerré mis ojos nuevamente.

Ahí estaba ella, junto a la puerta del hospital; sonreía y se veía rejuvenecida. Me hizo señas para que la siguiera. No caminé hasta a ella, corrí. La abracé y la besé. Ella solo sonrío y me devolvió el abrazo, luego se apartó de mí y me enseñó una puerta.

Pero aquella puerta era distinta a todas. No era una puerta que perteneciese a un hospital; pero me bastó solo una mirada suya para comprender. Aquella puerta era la que me mantendría junto a ella. La que nos llevaría a ese lugar ansiado sin infelicidades ni dolores. La que nos uniría realmente, y para siempre, en un eterno abrazo. No pude si quiera pensarlo: lo había decidido. La tomé de la mano y cruzamos juntos la puerta a un lugar mejor.

Y miles kilómetros más allá de mi conciencia, un doctor dictaminaba mi muerte sin causa.

viernes, 4 de junio de 2010

Un cuarto para las tres

–Era la mujer más hermosa que había visto en mi vida –le dije al doctor. Y comencé mi historia.

Y ya nos estábamos casando. Era el día de nuestra boda y yo estaba tan feliz. No podía creer que una mujer tan bella, diáfana e inteligente se hubiese fijado en mí. Su sonrisa era como un faro de luz potente en la oscuridad, su mirada estaba llena de pasión y alegría, y en mi corazón palpitaba la llama del amor cada vez que le oía hablar, que le veía sonreír, que me miraba en el abarrote de centenas de personas.

Pasó un año después de nuestra boda. Ella estaba embarazada. Esperaba con alegría y mucha paciencia a mi primer hijo. Ya sabíamos como lo llamaríamos incluso en el segundo mes de embarazo. Si era un varón (cosa que yo esperaba) le llamaríamos Emilio, si era hembra se llamaría… Aún no teníamos un nombre para la hembra. Quizás se iba a llamar como su madre.

Ya el pequeño Emilio había nacido. Tenía dos años de edad. El tiempo había pasado tan rápido. Hacían ya más de tres años de nuestra boda, y yo aún seguía enamorado de ella. De su sonrisa, de su charla, de su manera de observar. Aún me preguntaba yo como ella se había fijado en mí. Y muchas veces llegué a imaginarme viviendo una fantasía. Pero no, no era posible.

Cinco años más. Nuestro matrimonio se fortalecía. El amor entre nosotros crecía y yo me sentía cada vez más feliz junto a ella. Emocionado de haberla conocido y de mantenerla a mi lado. Ya era hora de tener nuestro segundo hijo. Y para cuando nació, decidimos nombrarla Annabella, el cual era un nombre precioso para una niña preciosa. Y en cinco años que pasaron volando, celebrábamos el quinto cumpleaños de nuestra hija menor. Emilio ya era todo un adolescente, a sus trece años ya era un niño muy maduro, inteligente, con buenas calificaciones y excelente rendimiento escolar. ¡Yo estaba tan orgulloso de él!

Pero también estaba orgulloso de mí. Orgulloso de haberme encontrado en el lugar indicado en el momento perfecto, y agradecido cada día más con Dios por haberla enviado a ella ahí, donde estábamos juntos. Donde nos conocimos, donde me atreví a hablar. Ahí donde quería vivir por siempre. Ahí en esa ilusión…

Cinco años más pasaron más rápido. Ya nuestro hijo cumplía dieciocho e iba a la universidad. La pequeña Annabella era una niña dulce, inteligente, encantadora. Justo como su madre… Me recordaba tanto a ella.

Diez años. Veinte años. Toda una vida y ya yo me desvanecía. Me iba haciendo viejo, me iba oxidando y conmigo los recuerdos. Se alejaban los momentos más cercanos y venían a mi mente aquellas viejas historias vividas, pero no fue duro. Lo supe llevar. Supe cargar con mi conciencia y con el peso de imaginar algo que nunca pude tener, algo que no existió. Y no fue duro. No fue duro como despertar a esa realidad en donde era joven de nuevo y me encontraba en el abarrote, frente a la mujer más hermosa que jamás había visto en mi vida, frente a una mujer imposible. Una mujer a la que le pregunté con las únicas cuatro palabras que podría haber pronunciado en su presencia:

–Disculpe, ¿qué hora es?

Y ella respondió con cinco palabras. Cinco palabras que fueron un disparo anticipado al corazón. Cinco palabras que se internaron en el único recuerdo que mi cabeza tendría de su voz. Cinco palabras que hasta el día de hoy, en mi encierro, no puedo olvidar:

–Un cuarto para las tres.

sábado, 22 de mayo de 2010

Penas disipadas

Mi visión parecía ser la misma que a través del vidrio empañado de una ventana. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas cual pequeños ríos caudalosos. Había poca luz en mi habitación, hacía frío, temblaba y nada de aquello importaba. Era una madrugada más. Una madrugada más sin él. Escuché el teléfono sonar y ni siquiera hice el intento de levantarme para contestar. No había ninguna cosa en la que pensar que no fuese en él. Además, seguro que era alguna de mis amigas llamándome para consolarme. ¡Como si yo necesitara consuelo! Lo único que yo quería en aquel momento era tenerlo a él junto a mí, enroscarme como un pequeño gato entre sus brazos y abrazarle. Abrazarle tan fuerte que asegurara de una vez que jamás podría irse de mí, que tendría que quedarse por siempre conmigo. Sin embargo, ya era muy tarde para aquello; y yo lo sabía. Simplemente, no estaba decidida a aceptarlo. Mis ideas, mis metas, mis sueños, y hasta mis palabras y mis más profundos alientos eran por él y para él y ahora ya no existía nada que pudiera hacerme feliz. Nada que pudiera hacerme volver de aquel profundo y trágico limbo en el que andaba perdida. Solo una vez desde hacía dos semanas había yo tratado de sonreír, y sentí un dolor tan grande, que casi no podría explicarlo. El teléfono seguía sonando, con sus campanadas insoportables; y ya el frío era inaguantable. Me levanté para cerrar la ventana pero antes de hacerlo me fije en algo. Allá abajo, en la distancia desde la altura de mi apartamento se veían dos hombres que conversaban antes de ir al trabajo. Los dos con muchas ganas de vivir, de seguir adelante, soñando, disfrutando, creciendo. Y yo misma me veía, y me di cuenta de que ya no tenía ganas de vivir, de seguir, de soñar, de disfrutar o de crecer. Pensé en la caída. Era alta, era tenebrosa. Iba a ser un duro golpe del cual no habría podido salvarme, pero… ¿Qué estaba haciendo? ¿Estaba de verdad yo pensando en quitarme la vida? ¿Mi tristeza y ese dolor que tan incrustado en mi alma se hallaba eran realmente suficientes para despedirme por fin del mundo? No pude responderme ninguna interrogante que se asomaba a mi cabeza. Pero la idea no dejó de darme vueltas durante la mañana. Las dos horas que estuve en la cama tratando de dormir, y el resto del día que se fue lento, pesado. El día donde mi única compañía se componía de tazas de café y pan rancio, más el silbido de las chicharras que anunciaban la inminente lluvia. Chicharras silbantes sin penas ni preocupaciones. Sin muertos que abandonan el mundo dejando una profunda sensación de incapacidad y dolor.

En eso estaba, cuando bebía la décimo tercera taza de café del día. Eran las seis, y la muerte, atractiva y silenciosa volvió a hacerse partícipe y dueña de mis pensamientos que viajaban en el pasado feliz. Volver a estar con él, era lo único que yo quería y quizás si al final terminaba yéndome podría acompañarlo en su viaje. Probablemente no era demasiado tarde. Le alcanzaría, volvería a verlo y escuchar el sonido de su risa. A sentir en mi cuerpo el brillo magnífico de sus ojos marrones mirándome y haciéndome enamorar otra vez. Definitivamente todo aquello parecía algo sensacional, y lo mejor de todo, era la seguridad que me daba pensar en eso. Pensar que si tomaba la decisión y finalmente moría, lo vería a él y partiríamos juntos. Estaría con él y le hablaría una vez más. Le besaría una vez más. Le haría el amor una vez más. Ya casi tomaba la decisión final cuando la campanada inoportuna del teléfono me interrumpió. Contesté.

–Hola –dije con pesadumbre. Era una de mis amigas preguntándome que si iría al día siguiente a trabajar. Le respondí que sí, pero mientras escuchaba sus palabras por medio del aparato pensé que era el único contacto humano que tenía desde que él había muerto y entonces sentí que no era nada especial, que todo había cambiado. Sentía que ahora que había casi que saboreado el gusto que da la muerte por el amor no valía la pena quedarse más en aquel mundo. No quise dar explicaciones luego de que cambié mi respuesta a no; así que colgué el teléfono con un tímido adiós que sería el último y subí a mi habitación.

Desde hacía dos semanas no detallaba tan bien mi habitación. Era una estancia grande, cómoda, acogedora. Pero llena de la presencia del recuerdo de su muerte y la tristeza que ella me había causado. Ya sentía imposible el estar allí. Me cambié de ropa, bajé y fui a la farmacia más cercana. Compré varias cosas, cualquier cosa, y regresé a mi casa. Antes de cerrar la puerta de la entrada eché un último vistazo al mundo. ¡Que banal me parecía!

Entré finalmente a la casa y fui directo a la cocina, llené un vaso con agua y me senté. Veía una hilera de pastillas blancas, amarillas y unas verdes. Todas tentándome. Todas garantizándome un boleto a una vida eterna y feliz junto a mí amado… Todas me incitaban y todas ganaron. Las tomé, las puse en mi boca y bebí el agua. De inmediato comencé a sentir como el líquido tibio descendía por mi garganta junto con todos los comprimidos. Luego de haber tragado todo, me sentí un poco mareada y fui hasta el bar de la sala, saqué una botella del whiskey más añejo que tenía y bebí, bebí sabiendo que quizás era la última vez, bebí recordando toda mi vida en un segundo, bebí con una visión de un mundo que se perdía a lo lejos. Un mundo en el que yo era un punto brillante que perdía más y más luz hasta desaparecer por completo. Ya no veía nada, mi cabeza me dolía, mi estómago ardía al igual que mi garganta y comenzaba a sentir como muertas mis extremidades. Vi un punto de luz que se acercaba a mí. Era como una inmensa estrella. Yo sentí deseos de tocarla pero se me hizo imposible, no podía moverme de donde estaba. Sin embargo, ella se fue acercando a mí. Poco a poco su luz fue haciéndome perder más y más la visión. Y experimenté la muerte. No vi nada, no sentí nada, no escuché nada. Era entonces la muerte como estar en la nada, en ningún lugar. Todavía estaba consciente de lo que pasaba, es decir, que la vida sí continuaba. Sí había un después.

Repentinamente comencé a recobrar los sentidos y respiré con mucha ansiedad. Abrí mis ojos lentamente y de momento no supe donde estaba pero mi visión se iba ubicando con lentitud. Sentía que podía moverme de nuevo y así lo hice; me levanté y sin saber donde estaba comencé a caminar con pasos temerosos, mirando a todos lados, asustada y ansiosa a la vez. Escuché un ruido detrás de mí y apuré los pasos. Fue entonces cuando vi lo que menos estaba esperando… una estación de trenes.

Era grande, pulcra y parecía sobrenatural. Estaba llena de ruido y personas como las del mundo humano, eso sí. Las personas iban y venían, a veces solas, a veces acompañadas. Había quien lloraba, quien reía y hasta quienes bailaban. Se respiraba un ambiente con variedad de emociones y sentimientos y yo aún no me ubicaba. Y no lo hice hasta que escuché que alguien, a lo lejos, gritó mi nombre:

– ¡Isabel! ¡Isabel!

Volteé para ver quien era que me llamaba, pero la multitud me lo impedía. Seguí caminando poco a poco hacia el lugar desde donde provenía la voz, se hacía más fuerte entre el gentío pero ya la iba a reconociendo. Era de mujer, sí, pero no podía recordar de quien. Y fue cuando la vi.

– ¿Mamá? –Pregunté mientras mis ojos se llenaban de lágrimas.

Ella, también llorando pero con una sonrisa muy amplía en su rostro se acercó a mí y me abrazó con tanta fuerza que no me recordó a ningún abrazo que en vida me hubiese dado. Era ella y estaba idéntica al día en que murió, incluso vestía la misma ropa que le habíamos puesto en su funeral. Sonreía y lloraba a la vez. Y solo fue capaz de pronunciar una sola palabra antes de romper a llorar con tristeza:

–Perdón.

Lloró. Lloró tan fuerte que ni un abrazo mío logró consolarla. Lloró con tanto pesar que sin darme cuenta, por mis ojos también resbalaban lágrimas. Le abracé con fuerza, como ella me había abrazado a mí y poco a poco se fue calmando hasta que logró volver a hablar y me preguntó:

– ¿Cómo es que has llegado hasta aquí? ¿Qué te ha pasado?

No sabía que responder. No sabía cual sería la reacción de mi madre al decirle que me había quitado la vida. Seguramente se pondría furiosa como solía hacerlo cuando vivía. Quizás me golpearía. No tenía idea, pero no tenía muchas ganas de averiguarlo. Sin embargo ella parecía saberlo, porque me miró con lástima y añadió:

– ¿Por qué lo hiciste?

– ¿Por qué hice qué? –Me atreví a preguntarle.

–Sabes muy bien lo que has hecho. Te has quitado la vida.

No respondí esta vez. Ella lo sabía.

– ¿Por qué lo hiciste? –Continuó ella–. Eres tan hermosa… No puedo creer que…

– ¿Por qué lo hiciste tú? –Le interrumpí sin pensarlo.

Ella me miró con lágrimas que asomaban de nuevo en sus ojos y me dijo:

–Yo no te lo sabría explicar. Cuando tu padre me dejó…

– ¡Papá ya había muerto, me quedé sola!

– ¡Te dije que no sabría explicártelo!

Suspiré. Estuve a punto de decirle que yo tampoco sabría como explicarle el motivo de mi suicidio pero no lo hice. En cambio le dije:

–Lo hice por amor.

Ella me miró y sonrío. Una sonrisa diáfana y sincera, una sonrisa de apoyo. Una sonrisa de esas que una madre le da a un hijo cuando aunque no esté de acuerdo con su decisión, la respeta y la apoya y aunque le aconseje sabe que su hijo no cambiará de opinión, y si lo hace, entonces es porque es lo correcto. Yo me sentí bien y en paz por primera vez desde que había llegado. Pero todavía tenía tantas preguntas que hacer.

–Mamá, ¿dónde estamos? –Pregunté.

–Este es el lugar en donde quedamos la gente como tú y yo –Me respondió mi madre con suavidad, como si le explicara a un niño la suma de uno más uno–. ¿Ves esas puertas grandes de allá? –Me dijo mientras señalaba dos puertas de madera que se encontraban en los extremos. Asentí–. Pues, son las salidas.

– ¿Las salidas? –No entendía–. ¿Quiere decir que podemos volver?

–No, querida –Dijo mi madre–. Es la salida al mundo. A nuestro mundo, el que quiera irse se va y lo vive entre muertos. Lo disfruta.

– ¿Y si allá afuera hay un mundo para disfrutar, qué hace la gente aquí? –Pregunté con curiosidad y sin entender nada.

Mi madre hizo silencio por unos segundos antes de responder, y luego dijo:

–Aquí hay una oportunidad.

La miré, y sin decir nada le hice comprender que no yo no comprendía.

–Cada vez que llega un tren, hay una oportunidad de subir a ellos e irnos al mundo inmortal. Al mundo eterno. Al mundo de la dicha y el perdón.

– ¿Y cada cuanto llegan los trenes?

–Oh, eso no sucede a menudo. Pues esta no es la única estación.

Me sorprendí al imaginarme aquello y con mucho miedo de la respuesta que pudiese recibir me atreví a preguntar:

– ¿Cuánto tiempo llevas tú aquí?

– ¿Cuánto tiempo llevo de muerta? –Respondió mamá.

Volvimos a abrazarnos como la primera vez y las dos lloramos en silencio. Perdonándonos y amándonos como nunca en vida lo hicimos. Mi padre se había ido de casa cuando yo tenía diez años, mi madre entró en una depresión muy profunda y a los dos años mi padre murió en un accidente. Me sentí fatal. Ocho meses después, mi madre se había quitado la vida ahorcándose en su habitación.

–Mamá, ¿por qué no has tenido la oportunidad?

–Porque tienes que ser invitado. Y nadie lo ha hecho.

No dije más nada y la miré. Me reprendí por sentir lástima por mi madre, pero yo era una más. Yo estaba muerta y no volvería a vivir. También quería la oportunidad de ir a ese mundo eterno. Seguramente allí estaba él… Esperándome.

–Tú has muerto por amor, hija mía –dijo mi madre–. Seguramente estás esperando la oportunidad.

–Sí.

–Entonces estás en tu día porque el tren acaba de llegar.

Era cierto. La multitud se aglomeraba en un extremo de la estación. Por encima de las cabezas que se movían como hormigas alcancé a ver el humo que despedía la locomotora de un tren negro que se extendía hasta donde no me alcanzaba la vista. Me hice espacio con mi madre como pude y llegamos hasta la puerta. Había personas que se despedían, otras que subían y lloraban abrazadas, otras que bajaban y eran dejadas en la estación. De nuevo se sentía en el ambiente esa mezcla de sentimientos y emociones que no lograban compenetrarse ni entenderse entre sí.

Busqué con una mirada fugaz entre la multitud y los pasajeros del tren y cuando estuve a punto de desistir en mi búsqueda le vi. Era él. Estaba muy lejos y había mucho trecho que caminar, y cuando casi lo alcanzaba el tren se movió anunciando que se había acabado la parada en la estación. Con desespero tomé el brazo de mi madre y corrí tras el tren. Fue en ese instante cuando él volteó la mirada y nos vio a las dos, se emocionó y comenzó a gritar. Gritaba eufórico para que nos apuráramos y el tren se detuviese, pero todo fue en vano. El tren avanzó velozmente y se perdió en la distancia como un punto negro que se disolvía inalcanzable con mi destino y mi felicidad.

Ahora era yo quien lloraba, con arrepentimiento y rabia. Con dolor y mucha pena me encontraba perdida y sin hogar. Me encontraba sin nada que pudiera quitarme aquello del alma. Vi a mi madre y ella me abrazó y aquel abrazó fue como un remedio instantáneo y me di cuenta de que en aquel lugar si yo no quería ser infeliz, simplemente no lo era. Y así lo hice, me decidí a no sufrir más.

Mi madre y yo nos sentamos en el suelo y comenzamos a hablar. Hablamos de la vida, de nuestra vida juntas, de nuestros momentos. Y hablamos tanto que no nos dimos cuenta de que ya se hacía de noche y la estación se iba vaciando. La gente se iba al mundo de los muertos con esperanza de volver y atrapar el tren, pero mi madre y yo no. Nos íbamos y sabíamos que no volveríamos, ahora seríamos felices, simplemente ella y yo. Llegamos a la puerta y un guardia la abrió, pero luego la cerró y dijo:

–Discúlpenme un momento… Hay alguien allá perdido.

Mi madre y yo volteamos y vimos, en efecto, a un hombre a lo lejos perdido. Caminando sin rumbo y como mareado. El guardia lo alcanzó corriendo y lo acompañaba con pasos lentos hasta donde nosotras nos encontrábamos, y al llegar vi el rostro que ya había olvidado, aquel que había dejado de desear ver, pero aquel por el cual no pude evitar sentirme feliz. Mi madre sonrió conmigo y me embargó la alegría de volverle a ver tan cerca. Y mientras corría a abrazarle supe que ahora seríamos felices los tres, como la familia que nunca llegamos a ser. Mi padre me levantó en sus brazos y sentí que ya estaba en ese mundo eterno del que todos hablaban. Cruzamos la puerta y jamás volvimos a ver la estación. Aquel tren era un recuerdo viejo e inexacto del pasado ya olvidado. Y mis penas habían quedado disipadas.

Manuel García

22/05/2010

lunes, 17 de mayo de 2010

Demasiado tarde

La cortina que se suponía que debía estar cubriendo la ventana estaba abierta y los rayos del sol elevado atravesaban los cristales para dar justo en la cara del hombre ya casi despierto que yacía acostado en la cama. Antonio abrió los ojos. El éxito se esfumaba de su mente y si apenas recordaba que era domingo significaba una gran hazaña. No tenía idea de donde estaba. No sabía quién era. Pero los demás, afuera sí que lo sabían. Enormes carteles publicitarios, spots en las radios, comerciales en la televisión, anuncios en los diarios. Un importante cineasta, talentoso actor, afamado escritor. El éxito de la juventud hecho hombre, y ahora el hombre hecho pedazos, hecho recuerdos. Antonio se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño, quizás con un poco de agua su mente se aclararía y recordaría quien era, y qué estaba haciendo en aquel lugar que resultaba tan extraño como todo lo demás, como el cuerpo, como la ropa que vestía, como los sonidos que escuchaba. Antonio lavó su cara y nada pasó: seguía siendo él sin ser nadie y vio a lo lejos la silueta de un suicida que caía del edificio de enfrente. Antonio se preguntó entonces que era la vida, y mientras caminaba por la avenida, su rostro impreso en vallas de publicidad le sonreía desde cualquier lugar al que mirara. Las personas le saludaban y las mujeres se volteaban a verle con miradas atrevidas y sugestivas. Antonio no entendía nada. La mañana seguía avanzando y los recuerdos esfumándose de la mente. Vagas imágenes de un pasado inconexo venían a la mente de Antonio que caminaba sin rumbo por las calles de la gran ciudad, perdido entre un mundo que ya no era mundo, que ya no era más de lo que él sabía. Antonio se detuvo, y se dio cuenta de que no era nadie. De que no conocía nada. El desespero le tumbó al suelo y entre lágrimas comenzó a convulsionar con sentimientos confusos e ideas no muy claras que atravesaban su cabeza como disparos de un cañón.

Más tarde, quizás un día, quizás un mes, quizás un año o quizás diez, Antonio ya de verdad no era nadie, ni siquiera porque no lo recordaba, sino porque nadie lo recordaba a él. Y es la gente la que te hace ser en el caso de Antonio. Un hombre perdido que ahogó los recuerdos en el alcohol para quemarlos en las pailas de la memoria. Desaparecido el animal causante de las heridas, desaparecido el dolor que éstas provocaban. Ya Antonio no sentía porque había olvidado lo que era sentir. Ya Antonio no veía porque había olvidado lo que era ver. El gusto de la vida solo es posible tenerlo cuando la vida existe y Antonio ya no tenía vida. Antonio era piezas del pasado consumido y los recuerdos desaparecidos.

Una mañana despertó con el sol, en un acera de un callejón, durmiendo entre cartones, latas y mal olor, y Antonio recordó todo lo que años atrás debió haber recordado. Pero ya era demasiado tarde.

domingo, 16 de mayo de 2010

El dolor más grande

Su mano, grande y áspera, oprimía mi boca y me obligaba a callar. Mis manos se movían en el aire como tratando de golpear al gigante invisible que me atacaba. Mis piernas adoloridas se sentían muertas bajo el peso de las rodillas de aquel gran hombre que me atacaba. No sabía realmente si habían pasado cinco minutos o diez, no había sonido en aquella oscuridad total que pudiera invitarme a gritar. La ciudad silenciosa bajo un cielo estrellado era el escenario perfecto para mi muerte inminente. Cerré mis ojos y sucumbí al horror de un trágico final para mi vida. Sin embargo, no fue muerte lo que sentí, sino dolor. Cuando la otra mano, también grande y también áspera, me golpeaba el rostro con fuerza bruta y las lágrimas se mezclaban con el sudor y la sangre produciendo un extraño olor y sabor. Entre mis gemidos adoloridos y desesperados y un zumbido insoportable que se apoderaba de mi cabeza, escuche una carcajada, que curiosamente se oía lejana cuando el dueño de la atronadora risa se encontraba sobre mí. Ya la mano no oprimía mi boca, pero ahora, las dos me sujetaban los brazos que ya no se movían intentando golpear nada. Mis piernas ahora no se sentían. Una luz iluminó la escena, cerré los ojos porque de frente la luz maltrataba mis pupilas. El automóvil se detuvo y un hombre, tan grande y tan bruto como mi atacante descendió del mismo.

– ¿Es éste? –Preguntó el hombre que descendía del automóvil a mi atacante.
–Sí –contestó el otro.

Sentí un fuego abrazador en mis entrañas que nada tenía que ver con el calor, la adrenalina o el miedo. Y fue entonces cuando me di cuenta de que mi atacante se había levantado y me había dejado tirado en la acera, y sin embargo, yo me encontraba demasiado débil y maltratado como para levantarme y correr, o si quiera levantarme e intentar agredir a mi atacante. En ese momento fui un cuerpo semi inerte sobre el pavimento frío. En mi mente oía gritos de desesperación y ese mismo zumbido que me había molestado desde que había recibido el primer golpe de aquel tipo. Las dos figuras borrosas que ante mí se alzaban, imponentes y malévolas, mantenían una conversación entre ellas. Escuchaba las palabras, pero ninguna tenía sentido para mí. Y luego de un tiempo que no significo más o menos para mí, dos manos bajo mis axilas me levantaron y me arrastraron hasta el automóvil encendido unos metros más allá. Sentí que dejaba mi alma en aquella acera. Mis piernas no se movían, yo sudaba, sangraba y gemía. Mis ojos se abrían y se cerraban a intervalos que se sentían eternos, bien porque las imágenes que frente a mi pasaban cambiaban con mucha rapidez, o bien porque había perdido por completo la noción del tiempo. Ya no sabía donde estaba. De haber perdido la noción del tiempo, la del espacio le acompañaba en el olvido, en la nada.
La ciudad nocturna, con sus luces, sus caminantes, sus crímenes y su bullicio habitual volaba frente a mí en una empañada visión del mundo externo, quizás en el instante en que lo veía por última vez. Tuve miedo de no haberme despedido antes de abandonarlo todo, y me di cuenta de que aquel miedo no tenía sentido alguno, justificación o razón de ser. Porque de haber sido justo sentir miedo, lo habría sentido en aquel segundo congelado en un pasado remoto en que un golpe por la espalda me tumbaba al suelo y sin darme cuenta, cambiaba mi vida para siempre. El automóvil se detuvo y una voz, con palabras que casi no pude entender, me ordenó que bajara. Hice el intento, pero mis piernas muertas me tumbaron al suelo. Carcajadas. Los dos hombres me ayudaron a levantarme y volvieron a arrastrarme. Oscuridad procurada por mis ojos cerrados me dieron un mal intento de instante de paz. Y sentí que podía quedarme así durante todo lo que quedaba de vida, y si la muerte dolía, también durante la muerte.

–Aquí es –dijo uno de los hombres, ya no reconocía las voces. Realmente, quizás nunca lo hice.

Escuché el chirrido de una puerta al abrirse, más movimiento, y luego la puerta volvió a chirriar al cerrarse. Ya no hacía frío como afuera. Abrí mis ojos lentamente y me encontré en la sala de una casa que me resultaba vagamente familiar. Y fue entonces cuando me di cuenta del dolor que realmente sentía, de todos los golpes que había recibido, de la sangre que había derramado y del peso de un sufrimiento que jamás había experimentado y que dudaba que volviese a experimentar nunca más. Aquella sala estaba llena de personas, todos se reían de mí, y todos querían atacarme y acabar conmigo. Sentí dolor, pero no dolor físico, sino un dolor interno que me daba la sensación de un frío que quemaba y un calor que abrasaba mis entrañas haciéndome sufrir como nunca. Una mujer muy grande y fuerte se acercó a mí y me abofeteó la cara, me insultó y luego se alejo. Y poco a poco, todos los hombres y todas las mujeres, grandes e imponentes, se acercaban a mí y me maltrataban físicamente, me insultaban y a mí me dolía, me dolía tanto…
De pronto, vi todo con claridad pero solo por un segundo fugaz en el que caía el suelo. Pero no fue una caída rápida, fue una caída lenta, muy lenta. Sentía que caía y caía sin parar, y cuando sentí el contacto con el suelo me trasladé al recuerdo de todo lo que había pasado. Todo lo que en verdad había pasado.

Era más o menos la una de la tarde cuando mi ex esposa llegó a mi casa con mi hijo. El pequeño Benjamín. Una criatura hermosa de tan solo siete años de edad, inteligente, amoroso, lleno de vida. Inocentemente atrevido y lo mejor que pudo haberme pasado en la vida. Aquel fin de semana era mi turno de tenerlo conmigo, como cada dos fines de semanas, cuando lo que podían ser dos días de descanso se convertían en dos días de felicidad por estar junto a él. Tenía planeada una tarde de diversión juntos. Ver una película, ir a un parque, comer helados. Pero no pensé jamás en lo que podía suceder.

El reloj daba las tres cuando salíamos del edificio a una tarde nublada en la ciudad ajetreada. Nos movíamos en el automóvil entre la gente que iba y venía, yo, reía feliz con la conversación inexacta que mantenía con Benjamín, y así comenzaba un día que prometía ser maravilloso. Pero incluso las cosas que no parecen tener vida, rompen sus promesas. Nos dirigimos al cine más cercano; al salir, ya eran las cinco, comimos un helado y nos dispusimos a volver a casa para refugiarnos en el calor de mi apartamento antes de que comenzara a llover. Pero nadie nunca me pudo explicar quien decidió que aquello no iba a llegar a suceder.
Con sendas sonrisas en el rostro, mi hijo sostenía mi mano mientras nos dirigíamos al aparcamiento donde estaba mi automóvil, ya eran pasadas las seis y éramos los únicos que caminábamos por aquel callejón. Pero no vimos ni escuchamos la riña que se armaba del otro lado de la avenida, tampoco pudimos esquivar la estampida de motorizados que venían por el callejón con la velocidad de las milésimas. Oí varias detonaciones que cortaron el aire y lancé mi cuerpo sobre el de Benjamín para protegerlo de los disparos, y luego de que pasaron los tipos en las motos me levanté para verificar que todo estaba bien. Sin embargo, no lo estaba. Nada estaba bien.

El cuerpo de Benjamín, mi hijo se encontraba helado, de sus ojos pendían dos hilos transparentes de lágrimas, su pequeño cuerpo temblaba de frío y dolor, y un orificio en medio de su tórax, más un líquido espeso y caliente que brotaba de su espalda recostada en mis brazos me indicaba que lo peor había sucedido. Corté el aire con un grito desgarrador, más aún que las detonaciones, y ya nada fue igual. Lo único por lo que valía la pena vivir en el mundo ya no existía, si es que aún existía un mundo. El dolor más grande que podía haber experimentado, lo experimenté y sentía que mi alma se quedaba en esa acera cuando dos amigos me arrastraban a su automóvil y me llevaban a mi casa, unas cuatro horas después, donde todos esperaban para apiadarse de mí, sentir lástima y hacerme sentir reconfortado. Pero de todos esos pequeños actos de solidaridad, no vi ninguno que me llenara ni siquiera escasamente. Porque la capacidad de reconocer lo bueno se encuentra en el vivir, y yo, ya no vivía.

martes, 27 de abril de 2010

Jueves

Todos los días, en todo el mundo, a cualquier hora, pasa un tren. Las puertas se abren en sus estaciones, personas entran, personas salen, casi ni se miran, ni se reconocen. Todos los días alguien va a algún lugar, y al mismo tiempo, todos los días nadie sabe a cual lugar va realmente. De millones de personas en el mundo que toman el tren para ir a trabajar, para ir a estudiar, para ir de paseo o de visita, o sea cual sea la causa de su viaje en el vehiculo, ninguna sabe realmente que le deparará ello. Porque tomar el tren; el simple hecho de comprar un boleto, atravesar el umbral entre el cemento y la puerta, sentarse en la butaca que ocuparás durante tu viaje, y comenzar a rodar; es, o puede ser para muchos, una gran aventura. Porque una aventura está llena de hechos inesperados. Porque en una aventura nunca sabes lo que va ocurrirte al comenzarla. Porque en una aventura reconoces el inicio, pero no reconoces el final. Te subes a un tren para ir a algún lugar, pero nunca sabes si realmente puede pasar lo supuesto. Una entre millones de posibilidades no es más común que las otras. Es por esto que la vida es un tren; y en ella no existe tal cosa como la monotonía, pues esos son solo momentos en lo que nos estancamos y vemos la vida pasar ante nuestros ojos, sin dignarnos, de una vez por todas a que nuestra propia vida pase al frente de nuestros ojos y de los ojos de los demás. Sin dignarnos a accionar para que nuestra propia vida pase, y no se acabe sin haber si quiera iniciado. La vida es una aventura.

Sin embargo, hay vidas llenas de esos momentos donde nos estancamos. Y tantas son las razones que no se pueden contar ni en mil años. La brisa fuerte acaricia, pero no se es capaz de finalmente desplegar las alas y elevar el vuelo que llevará a recorrer esa maravillosa aventura. De comenzar a caminar, ir hasta la estación y subir al tren que nos proveerá de momentos tanto tristes como alegres, de ganancias y de perdidas, de sonrisas y de lágrimas. Y una de esas vidas, es la vida de Lucía.

Lucía era una muchacha joven, de gran belleza e intelecto, con muchos proyectos en mente, y muchos sueños prácticamente inalcanzables que anhelaba con el corazón cumplir. Pero así como su belleza abundaba y su inteligencia reinaba, su vida estaba llena de desgracias, y muchas de ellas, no habían sido superadas. Quizás la más grande de todas, era la que había dejado a Lucía incapaz de creer en el amor. Algo que ella misma lamentaba pero por lo cual no podía hacer absolutamente nada. Cuando Lucía tenía ocho años, sus padres habían muerto en un espantoso accidente aéreo cuando viajaban hacia París. Ella había comenzado a vivir con sus abuelos, su abuelo había muerto tres años después del accidente, y su abuela la crió sola desde entonces. Lucía había crecido viendo a sus abuelos cocinar y atender el magnífico restaurante que tenían en el centro de la ciudad. Ella misma ayudaba un poco con el negocio, atendía a los clientes, y a veces hasta preparaba sencillos platillos que fue perfeccionando con el tiempo. Nueve años después de la muerte de su abuelo, Lucía cumplía veinte años, y su abuela moría. Lucía decidió mantener el restaurante en aquel momento, mudarse a un apartamento más pequeño y vender la casa que sus abuelos le habían heredado pues no tenía tíos y por lo tanto carecía de primos. Su nuevo hogar, él que había comprado con parte del dinero que le quedó de la venta de la casa, se encontraba un poco alejado del restaurante por lo que tuvo que contratar a alguien para que le ayudase a trabajar en el local que cada día exigía más. Lucía había terminado sus estudios unos cuatro años atrás y se había dedicado al trabajo, pero sentía que era el momento de superarse a sí misma y comenzó una carrera universitaria.

La primera semana de clases conoció a Gustavo, un joven buenmozo y resuelto del que se enamoró en poco tiempo, duraron un año de novios antes de comprometerse para casarse. Sin embargo, el día de la boda, seis meses después del compromiso, Gustavo murió de un disparo que él mismo se había propinado en un acto suicida, dejando una nota con la que le pedía a Lucía que se cuidara, y le afirmaba que lo sentía, que él la amó de verdad, pero no lo suficiente. Este acontecimiento, más el hecho de que la muerte parecía estar presente en cada pequeño momento de felicidad de su vida, desvaneció el espíritu de Lucía, le quitó su alma y su capacidad de amar. La mató. Lucía estaba muerta por dentro.

Lucía dejó los estudios y decidió dedicarse únicamente al restaurante, pero poco a poco, el negocio fue perdiendo fuerza, hasta que cayó en la bancarrota, razón por la cual Lucía tuvo que deshacerse de él. Vendió el local y todo el restaurante y se mudó a un apartamento en los alrededores de la ciudad. Consiguió un no muy bien remunerado empleo en una biblioteca pública en el cual se encargaba de la clasificación de los libros, así como de su inventario y de los pedidos nuevos. Esto inspiró en Lucía un amor por la literatura lo que la llevó a iniciar un proyecto de escritura. Comenzó a escribir con esmero y dedicación una novela. Una novela de amor, como las que ella disfrutaba. Como sus favoritas. Pero Lucía seguía muerta por dentro.

Sin embargo, su nuevo estilo de vida. La escritura, el poema, el amor ficticio que recreaba en sus páginas, la estaban proveyendo de un nuevo tipo de alegría; una alegría que se batallaba entre ser real y entre ser falsa, una alegría que parecía pertenecer a ese mundo que mediante su máquina de escribir iba creando.

Como Lucía tenía que viajar todos los días en tren, así como otros tantos millares de personas en la ciudad, fue conociendo en ese maravilloso vagón a muchas personas en la que se inspiró para crear los personajes de su novela. Había una mujer, era una mujer muy gorda, pero muy hermosa y buena, ella era secretaría desde hacía más de diez años del gerente de una gran empresa en la ciudad, tenía dos hijos, y los dos viajaban con ella en el tren todas las mañanas, su nombre era Carmen, y el de sus dos hijos, Néstor y Luis. También había un hombre, era médico y odiaba viajar en automóvil porque aquello contaminaba el ambiente: un cirujano ambientalista, su nombre era Rafael, y no tenía hijos a pesar de sus cuarenta años. Así como Carmen y Rafael, también estaba Isabel, una importante ejecutiva; Xabier un joven músico; Angélica una estudiante universitaria; Diego, un profesor de escuela; y así, tantas otras personas que Lucía observó y estudio; con las que compartía unos asombrosos veinticinco minutos en un vagón de tren hasta que las puertas volvían a abrirse en su estación.

Pero de aquellas personas interesantes que ella conoció, no había otra que le llamara más la atención que él. No sabía su nombre. Ni su edad. Solo sabía que cada día, frente a ella, ese hombre misterioso, con su silenciosa belleza, se sentaba y tomaba un libro y comenzaba a leer. Era guapísimo. Realmente hermoso. En algunos momentos del monótono viaje, cuando Lucía lo único que hacía era observarle, sus miradas se cruzaban; él la miraba, ella le devolvía la mirada, él suspiraba, ella juntaba los párpados y cerraba sus ojos, él apartaba sus ojos y miraba hacia al cristal del tren. Era en esos momentos cuando Lucía se sentía incapaz de respirar. Donde comenzaba a temblar. Donde su alma caía a sus pies y volvía a levantarse. Donde se sentía viva de nuevo, por unos mágicos instantes, durante ese corto viaje, para luego, al volver a bajar del tren morir de nuevo, y volver a vivir al día siguiente al momento de subir otra vez.

Era eso lo que ocurría en cada viaje. Era solo eso lo mágico de aquella travesía que siempre era lo mismo. Era así como Lucía volvía a experimentar el amor. Eran aquellos sentimientos cruzados inspirados por la misteriosa mirada y la extraordinaria belleza de ese hombre los que le hacían involucrarse más con su historia de amor. Lo que le hacía reflejar el amor verdadero en sus páginas. Lo que en aquel momento de su trágica existencia le hacía sentirse plena, le hacía sentirse viva.

Una persona común puede experimentar tales sentimientos en un simple viaje de tren. Lucía, antes de comenzar a viajar en el tren, antes de ver por primera vez aquella puerta abrirse y verlo entrar a él, no lo habría creído. Pero ahora; ahora era una realidad palpable. Algo que ella podía sentir. Algo que la hacía suspirar y enamorarse de alguien cuya historia desconocía, cuyo nombre, incluso, era una incógnita para ella.

Pero Lucía no se atrevía a hablarle. Su mismo miedo al amor. Su misma muerte que volvía a tomar protagonismo en su historia y a hacerse partícipe de sus decisiones. Y todas sus desastrosas experiencias le habían prohibido el acercarse; el hacerse con valor, el siquiera tener de nuevo una idea de lo que podría ser el volver a amar y ser correspondida.

Y todo empezó a cambiar. Lucía, cuyo aspecto había desmejorado crecientemente desde hacía unos años, había vuelto a arreglarse. Vestía mejor ropa, se cepillaba más el cabello, utilizaba maquillaje, y procuraba, a pesar de sus sentimientos internos y batallantes, que él lo notara. Que él supiera que era por él. Un día a causa de un accidente feliz, por fin Lucía escuchó su nombre, y aquello le hizo enamorarse aún más. Era la primera palabra que escuchaba de su boca, la única que había oído. Su voz era de los ángeles, el silencio que entre ellos dos iba y venía, por fin se había roto. Se llamaba Pablo. El nombre más hermoso que ella pudo haber escuchado… Pablo.

Y ahora que ella había escuchado su voz. Ahora que ella sabía su nombre. Ahora que todo era propicio, el miedo seguía creciendo. Y ese lunes, cuando Lucía lo volvió a ver tras un fin de semana inacabable, en la noche cuando se peinaba frente a su espejo, Lucía se decidió: le hablaría.

Pero llegó el martes y no le habló, y el miércoles tampoco pudo hacerlo. Y vino el jueves. Un jueves frío, un jueves diferente. Y ese fue el día. Sus miradas se volvieron a cruzar, ella lo miró nerviosa, él suspiró sonriente, ella cerró sus ojos exaltada, él desvió su mirada, a ella le costaba respirar, temblaba, se sentía morir. Y fue entonces cuando ocurrió. Los labios de Lucía por fin despertaron, capaces de pronunciar palabras y en un leve sonido, silbante y tartamudo, ella logró articular los fonemas que conformaban su nombre: P-a-b-l-o.

Él la miró sonriente, pero eran los labios los que sonreían, pues sus ojos la veían extrañados, una mirada de sorpresa. Ella se avergonzó. Suponía que ahora Pablo pensaba que era ella una tonta, con la belleza de él, sus ojos, sus labios, su cabello, sus manos, su cuerpo, y con ella, una pobre mujer sumida en el desespero de una vida desgraciada, él nunca se fijaría en alguien así. Pero fue cuando todo ocurrió. Él se inclinó sobre ella, la miró con la sonrisa más hermosa que Lucía había visto en su vida, ahora sus ojos sí sonreían y el cuerpo de Lucía temblaba debajo de aquella mirada inquisidora y cariñosa. Los labios de él tan cerca de los de ella. Sus respiraciones, la de él, tranquila; la de ella, muy agitada.

Pero él también sentía lo mismo, pues era así como se había sentido desde que había subido al tren por primera vez, una mañana de confusión donde dejó pasar el directo y abordó el vagón, la vio y sintió que se enamoraba al instante, y desde entonces, sentía que la extrañaba sin haberla conocido, y en aquel preciso momento, su corazón la echaba tanto de menos. Tanto que hubiese podido besarla. Tanto que sentía que la amaba.

Lucía sonrió muy alegre. Sentía en ese vital instante que sería capaz de amar otra vez, que sería capaz de sentir el amor más grande que en su vida había sentido. Y Pablo y ella estaban a punto de besarse cuando la oscuridad de un túnel los cegó. Las manos de Lucía, tanteando en la negrura, encontraron la cara de Pablo, sus labios también se encontraron. La valentía de un amor recién conocido era una imagen perdida en la oscuridad que ahogaba el tren. Él le dijo que le amaba… Ahora ya Lucía tenía un final para su novela. Había conseguido por fin el concepto del verdadero amor. Un amor en el que no importa quienes sean los personajes, porque el amor, siempre es real. Fue entonces cuando una luz se encendió y sus últimas miradas, así como sus últimos latidos se encontraron y se fueron juntos hasta la eternidad.

Acompañados en un viaje lleno de inocencia, donde se sentía la tristeza Lucía y Pablo, enamorados, partieron. Y con ellos iban Carmen, Néstor, Luis, Rafael, Isabel, Xabier, Angélica, Diego y otras decenas de personas que ese día habían estado destinadas a abandonar sus cuerpos para que sus almas y sus memorias fuesen ejemplos de libertad, de amor, de paz. El retrato de un mundo justo y honorable, libre de guerras y opresiones. Fue así el once de marzo del año dos mil cuatro, y será así el resto de los días.

Manuel García

12/03/2010


Historia inspirada en la canción Jueves” escrita por Xabier San Martín e interpretada por el grupo español La Oreja de Van Gogh, creada en honor a las víctimas de los atentados del 11 de Marzo de 2004 en Madrid, España en los trenes de Cercanías de Madrid donde fallecieron 198 personas.

Los personajes son producto de la imaginación del autor, así como el desarrollo de la historia, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

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