martes, 27 de abril de 2010

Jueves

Todos los días, en todo el mundo, a cualquier hora, pasa un tren. Las puertas se abren en sus estaciones, personas entran, personas salen, casi ni se miran, ni se reconocen. Todos los días alguien va a algún lugar, y al mismo tiempo, todos los días nadie sabe a cual lugar va realmente. De millones de personas en el mundo que toman el tren para ir a trabajar, para ir a estudiar, para ir de paseo o de visita, o sea cual sea la causa de su viaje en el vehiculo, ninguna sabe realmente que le deparará ello. Porque tomar el tren; el simple hecho de comprar un boleto, atravesar el umbral entre el cemento y la puerta, sentarse en la butaca que ocuparás durante tu viaje, y comenzar a rodar; es, o puede ser para muchos, una gran aventura. Porque una aventura está llena de hechos inesperados. Porque en una aventura nunca sabes lo que va ocurrirte al comenzarla. Porque en una aventura reconoces el inicio, pero no reconoces el final. Te subes a un tren para ir a algún lugar, pero nunca sabes si realmente puede pasar lo supuesto. Una entre millones de posibilidades no es más común que las otras. Es por esto que la vida es un tren; y en ella no existe tal cosa como la monotonía, pues esos son solo momentos en lo que nos estancamos y vemos la vida pasar ante nuestros ojos, sin dignarnos, de una vez por todas a que nuestra propia vida pase al frente de nuestros ojos y de los ojos de los demás. Sin dignarnos a accionar para que nuestra propia vida pase, y no se acabe sin haber si quiera iniciado. La vida es una aventura.

Sin embargo, hay vidas llenas de esos momentos donde nos estancamos. Y tantas son las razones que no se pueden contar ni en mil años. La brisa fuerte acaricia, pero no se es capaz de finalmente desplegar las alas y elevar el vuelo que llevará a recorrer esa maravillosa aventura. De comenzar a caminar, ir hasta la estación y subir al tren que nos proveerá de momentos tanto tristes como alegres, de ganancias y de perdidas, de sonrisas y de lágrimas. Y una de esas vidas, es la vida de Lucía.

Lucía era una muchacha joven, de gran belleza e intelecto, con muchos proyectos en mente, y muchos sueños prácticamente inalcanzables que anhelaba con el corazón cumplir. Pero así como su belleza abundaba y su inteligencia reinaba, su vida estaba llena de desgracias, y muchas de ellas, no habían sido superadas. Quizás la más grande de todas, era la que había dejado a Lucía incapaz de creer en el amor. Algo que ella misma lamentaba pero por lo cual no podía hacer absolutamente nada. Cuando Lucía tenía ocho años, sus padres habían muerto en un espantoso accidente aéreo cuando viajaban hacia París. Ella había comenzado a vivir con sus abuelos, su abuelo había muerto tres años después del accidente, y su abuela la crió sola desde entonces. Lucía había crecido viendo a sus abuelos cocinar y atender el magnífico restaurante que tenían en el centro de la ciudad. Ella misma ayudaba un poco con el negocio, atendía a los clientes, y a veces hasta preparaba sencillos platillos que fue perfeccionando con el tiempo. Nueve años después de la muerte de su abuelo, Lucía cumplía veinte años, y su abuela moría. Lucía decidió mantener el restaurante en aquel momento, mudarse a un apartamento más pequeño y vender la casa que sus abuelos le habían heredado pues no tenía tíos y por lo tanto carecía de primos. Su nuevo hogar, él que había comprado con parte del dinero que le quedó de la venta de la casa, se encontraba un poco alejado del restaurante por lo que tuvo que contratar a alguien para que le ayudase a trabajar en el local que cada día exigía más. Lucía había terminado sus estudios unos cuatro años atrás y se había dedicado al trabajo, pero sentía que era el momento de superarse a sí misma y comenzó una carrera universitaria.

La primera semana de clases conoció a Gustavo, un joven buenmozo y resuelto del que se enamoró en poco tiempo, duraron un año de novios antes de comprometerse para casarse. Sin embargo, el día de la boda, seis meses después del compromiso, Gustavo murió de un disparo que él mismo se había propinado en un acto suicida, dejando una nota con la que le pedía a Lucía que se cuidara, y le afirmaba que lo sentía, que él la amó de verdad, pero no lo suficiente. Este acontecimiento, más el hecho de que la muerte parecía estar presente en cada pequeño momento de felicidad de su vida, desvaneció el espíritu de Lucía, le quitó su alma y su capacidad de amar. La mató. Lucía estaba muerta por dentro.

Lucía dejó los estudios y decidió dedicarse únicamente al restaurante, pero poco a poco, el negocio fue perdiendo fuerza, hasta que cayó en la bancarrota, razón por la cual Lucía tuvo que deshacerse de él. Vendió el local y todo el restaurante y se mudó a un apartamento en los alrededores de la ciudad. Consiguió un no muy bien remunerado empleo en una biblioteca pública en el cual se encargaba de la clasificación de los libros, así como de su inventario y de los pedidos nuevos. Esto inspiró en Lucía un amor por la literatura lo que la llevó a iniciar un proyecto de escritura. Comenzó a escribir con esmero y dedicación una novela. Una novela de amor, como las que ella disfrutaba. Como sus favoritas. Pero Lucía seguía muerta por dentro.

Sin embargo, su nuevo estilo de vida. La escritura, el poema, el amor ficticio que recreaba en sus páginas, la estaban proveyendo de un nuevo tipo de alegría; una alegría que se batallaba entre ser real y entre ser falsa, una alegría que parecía pertenecer a ese mundo que mediante su máquina de escribir iba creando.

Como Lucía tenía que viajar todos los días en tren, así como otros tantos millares de personas en la ciudad, fue conociendo en ese maravilloso vagón a muchas personas en la que se inspiró para crear los personajes de su novela. Había una mujer, era una mujer muy gorda, pero muy hermosa y buena, ella era secretaría desde hacía más de diez años del gerente de una gran empresa en la ciudad, tenía dos hijos, y los dos viajaban con ella en el tren todas las mañanas, su nombre era Carmen, y el de sus dos hijos, Néstor y Luis. También había un hombre, era médico y odiaba viajar en automóvil porque aquello contaminaba el ambiente: un cirujano ambientalista, su nombre era Rafael, y no tenía hijos a pesar de sus cuarenta años. Así como Carmen y Rafael, también estaba Isabel, una importante ejecutiva; Xabier un joven músico; Angélica una estudiante universitaria; Diego, un profesor de escuela; y así, tantas otras personas que Lucía observó y estudio; con las que compartía unos asombrosos veinticinco minutos en un vagón de tren hasta que las puertas volvían a abrirse en su estación.

Pero de aquellas personas interesantes que ella conoció, no había otra que le llamara más la atención que él. No sabía su nombre. Ni su edad. Solo sabía que cada día, frente a ella, ese hombre misterioso, con su silenciosa belleza, se sentaba y tomaba un libro y comenzaba a leer. Era guapísimo. Realmente hermoso. En algunos momentos del monótono viaje, cuando Lucía lo único que hacía era observarle, sus miradas se cruzaban; él la miraba, ella le devolvía la mirada, él suspiraba, ella juntaba los párpados y cerraba sus ojos, él apartaba sus ojos y miraba hacia al cristal del tren. Era en esos momentos cuando Lucía se sentía incapaz de respirar. Donde comenzaba a temblar. Donde su alma caía a sus pies y volvía a levantarse. Donde se sentía viva de nuevo, por unos mágicos instantes, durante ese corto viaje, para luego, al volver a bajar del tren morir de nuevo, y volver a vivir al día siguiente al momento de subir otra vez.

Era eso lo que ocurría en cada viaje. Era solo eso lo mágico de aquella travesía que siempre era lo mismo. Era así como Lucía volvía a experimentar el amor. Eran aquellos sentimientos cruzados inspirados por la misteriosa mirada y la extraordinaria belleza de ese hombre los que le hacían involucrarse más con su historia de amor. Lo que le hacía reflejar el amor verdadero en sus páginas. Lo que en aquel momento de su trágica existencia le hacía sentirse plena, le hacía sentirse viva.

Una persona común puede experimentar tales sentimientos en un simple viaje de tren. Lucía, antes de comenzar a viajar en el tren, antes de ver por primera vez aquella puerta abrirse y verlo entrar a él, no lo habría creído. Pero ahora; ahora era una realidad palpable. Algo que ella podía sentir. Algo que la hacía suspirar y enamorarse de alguien cuya historia desconocía, cuyo nombre, incluso, era una incógnita para ella.

Pero Lucía no se atrevía a hablarle. Su mismo miedo al amor. Su misma muerte que volvía a tomar protagonismo en su historia y a hacerse partícipe de sus decisiones. Y todas sus desastrosas experiencias le habían prohibido el acercarse; el hacerse con valor, el siquiera tener de nuevo una idea de lo que podría ser el volver a amar y ser correspondida.

Y todo empezó a cambiar. Lucía, cuyo aspecto había desmejorado crecientemente desde hacía unos años, había vuelto a arreglarse. Vestía mejor ropa, se cepillaba más el cabello, utilizaba maquillaje, y procuraba, a pesar de sus sentimientos internos y batallantes, que él lo notara. Que él supiera que era por él. Un día a causa de un accidente feliz, por fin Lucía escuchó su nombre, y aquello le hizo enamorarse aún más. Era la primera palabra que escuchaba de su boca, la única que había oído. Su voz era de los ángeles, el silencio que entre ellos dos iba y venía, por fin se había roto. Se llamaba Pablo. El nombre más hermoso que ella pudo haber escuchado… Pablo.

Y ahora que ella había escuchado su voz. Ahora que ella sabía su nombre. Ahora que todo era propicio, el miedo seguía creciendo. Y ese lunes, cuando Lucía lo volvió a ver tras un fin de semana inacabable, en la noche cuando se peinaba frente a su espejo, Lucía se decidió: le hablaría.

Pero llegó el martes y no le habló, y el miércoles tampoco pudo hacerlo. Y vino el jueves. Un jueves frío, un jueves diferente. Y ese fue el día. Sus miradas se volvieron a cruzar, ella lo miró nerviosa, él suspiró sonriente, ella cerró sus ojos exaltada, él desvió su mirada, a ella le costaba respirar, temblaba, se sentía morir. Y fue entonces cuando ocurrió. Los labios de Lucía por fin despertaron, capaces de pronunciar palabras y en un leve sonido, silbante y tartamudo, ella logró articular los fonemas que conformaban su nombre: P-a-b-l-o.

Él la miró sonriente, pero eran los labios los que sonreían, pues sus ojos la veían extrañados, una mirada de sorpresa. Ella se avergonzó. Suponía que ahora Pablo pensaba que era ella una tonta, con la belleza de él, sus ojos, sus labios, su cabello, sus manos, su cuerpo, y con ella, una pobre mujer sumida en el desespero de una vida desgraciada, él nunca se fijaría en alguien así. Pero fue cuando todo ocurrió. Él se inclinó sobre ella, la miró con la sonrisa más hermosa que Lucía había visto en su vida, ahora sus ojos sí sonreían y el cuerpo de Lucía temblaba debajo de aquella mirada inquisidora y cariñosa. Los labios de él tan cerca de los de ella. Sus respiraciones, la de él, tranquila; la de ella, muy agitada.

Pero él también sentía lo mismo, pues era así como se había sentido desde que había subido al tren por primera vez, una mañana de confusión donde dejó pasar el directo y abordó el vagón, la vio y sintió que se enamoraba al instante, y desde entonces, sentía que la extrañaba sin haberla conocido, y en aquel preciso momento, su corazón la echaba tanto de menos. Tanto que hubiese podido besarla. Tanto que sentía que la amaba.

Lucía sonrió muy alegre. Sentía en ese vital instante que sería capaz de amar otra vez, que sería capaz de sentir el amor más grande que en su vida había sentido. Y Pablo y ella estaban a punto de besarse cuando la oscuridad de un túnel los cegó. Las manos de Lucía, tanteando en la negrura, encontraron la cara de Pablo, sus labios también se encontraron. La valentía de un amor recién conocido era una imagen perdida en la oscuridad que ahogaba el tren. Él le dijo que le amaba… Ahora ya Lucía tenía un final para su novela. Había conseguido por fin el concepto del verdadero amor. Un amor en el que no importa quienes sean los personajes, porque el amor, siempre es real. Fue entonces cuando una luz se encendió y sus últimas miradas, así como sus últimos latidos se encontraron y se fueron juntos hasta la eternidad.

Acompañados en un viaje lleno de inocencia, donde se sentía la tristeza Lucía y Pablo, enamorados, partieron. Y con ellos iban Carmen, Néstor, Luis, Rafael, Isabel, Xabier, Angélica, Diego y otras decenas de personas que ese día habían estado destinadas a abandonar sus cuerpos para que sus almas y sus memorias fuesen ejemplos de libertad, de amor, de paz. El retrato de un mundo justo y honorable, libre de guerras y opresiones. Fue así el once de marzo del año dos mil cuatro, y será así el resto de los días.

Manuel García

12/03/2010


Historia inspirada en la canción Jueves” escrita por Xabier San Martín e interpretada por el grupo español La Oreja de Van Gogh, creada en honor a las víctimas de los atentados del 11 de Marzo de 2004 en Madrid, España en los trenes de Cercanías de Madrid donde fallecieron 198 personas.

Los personajes son producto de la imaginación del autor, así como el desarrollo de la historia, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

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