sábado, 22 de mayo de 2010

Penas disipadas

Mi visión parecía ser la misma que a través del vidrio empañado de una ventana. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas cual pequeños ríos caudalosos. Había poca luz en mi habitación, hacía frío, temblaba y nada de aquello importaba. Era una madrugada más. Una madrugada más sin él. Escuché el teléfono sonar y ni siquiera hice el intento de levantarme para contestar. No había ninguna cosa en la que pensar que no fuese en él. Además, seguro que era alguna de mis amigas llamándome para consolarme. ¡Como si yo necesitara consuelo! Lo único que yo quería en aquel momento era tenerlo a él junto a mí, enroscarme como un pequeño gato entre sus brazos y abrazarle. Abrazarle tan fuerte que asegurara de una vez que jamás podría irse de mí, que tendría que quedarse por siempre conmigo. Sin embargo, ya era muy tarde para aquello; y yo lo sabía. Simplemente, no estaba decidida a aceptarlo. Mis ideas, mis metas, mis sueños, y hasta mis palabras y mis más profundos alientos eran por él y para él y ahora ya no existía nada que pudiera hacerme feliz. Nada que pudiera hacerme volver de aquel profundo y trágico limbo en el que andaba perdida. Solo una vez desde hacía dos semanas había yo tratado de sonreír, y sentí un dolor tan grande, que casi no podría explicarlo. El teléfono seguía sonando, con sus campanadas insoportables; y ya el frío era inaguantable. Me levanté para cerrar la ventana pero antes de hacerlo me fije en algo. Allá abajo, en la distancia desde la altura de mi apartamento se veían dos hombres que conversaban antes de ir al trabajo. Los dos con muchas ganas de vivir, de seguir adelante, soñando, disfrutando, creciendo. Y yo misma me veía, y me di cuenta de que ya no tenía ganas de vivir, de seguir, de soñar, de disfrutar o de crecer. Pensé en la caída. Era alta, era tenebrosa. Iba a ser un duro golpe del cual no habría podido salvarme, pero… ¿Qué estaba haciendo? ¿Estaba de verdad yo pensando en quitarme la vida? ¿Mi tristeza y ese dolor que tan incrustado en mi alma se hallaba eran realmente suficientes para despedirme por fin del mundo? No pude responderme ninguna interrogante que se asomaba a mi cabeza. Pero la idea no dejó de darme vueltas durante la mañana. Las dos horas que estuve en la cama tratando de dormir, y el resto del día que se fue lento, pesado. El día donde mi única compañía se componía de tazas de café y pan rancio, más el silbido de las chicharras que anunciaban la inminente lluvia. Chicharras silbantes sin penas ni preocupaciones. Sin muertos que abandonan el mundo dejando una profunda sensación de incapacidad y dolor.

En eso estaba, cuando bebía la décimo tercera taza de café del día. Eran las seis, y la muerte, atractiva y silenciosa volvió a hacerse partícipe y dueña de mis pensamientos que viajaban en el pasado feliz. Volver a estar con él, era lo único que yo quería y quizás si al final terminaba yéndome podría acompañarlo en su viaje. Probablemente no era demasiado tarde. Le alcanzaría, volvería a verlo y escuchar el sonido de su risa. A sentir en mi cuerpo el brillo magnífico de sus ojos marrones mirándome y haciéndome enamorar otra vez. Definitivamente todo aquello parecía algo sensacional, y lo mejor de todo, era la seguridad que me daba pensar en eso. Pensar que si tomaba la decisión y finalmente moría, lo vería a él y partiríamos juntos. Estaría con él y le hablaría una vez más. Le besaría una vez más. Le haría el amor una vez más. Ya casi tomaba la decisión final cuando la campanada inoportuna del teléfono me interrumpió. Contesté.

–Hola –dije con pesadumbre. Era una de mis amigas preguntándome que si iría al día siguiente a trabajar. Le respondí que sí, pero mientras escuchaba sus palabras por medio del aparato pensé que era el único contacto humano que tenía desde que él había muerto y entonces sentí que no era nada especial, que todo había cambiado. Sentía que ahora que había casi que saboreado el gusto que da la muerte por el amor no valía la pena quedarse más en aquel mundo. No quise dar explicaciones luego de que cambié mi respuesta a no; así que colgué el teléfono con un tímido adiós que sería el último y subí a mi habitación.

Desde hacía dos semanas no detallaba tan bien mi habitación. Era una estancia grande, cómoda, acogedora. Pero llena de la presencia del recuerdo de su muerte y la tristeza que ella me había causado. Ya sentía imposible el estar allí. Me cambié de ropa, bajé y fui a la farmacia más cercana. Compré varias cosas, cualquier cosa, y regresé a mi casa. Antes de cerrar la puerta de la entrada eché un último vistazo al mundo. ¡Que banal me parecía!

Entré finalmente a la casa y fui directo a la cocina, llené un vaso con agua y me senté. Veía una hilera de pastillas blancas, amarillas y unas verdes. Todas tentándome. Todas garantizándome un boleto a una vida eterna y feliz junto a mí amado… Todas me incitaban y todas ganaron. Las tomé, las puse en mi boca y bebí el agua. De inmediato comencé a sentir como el líquido tibio descendía por mi garganta junto con todos los comprimidos. Luego de haber tragado todo, me sentí un poco mareada y fui hasta el bar de la sala, saqué una botella del whiskey más añejo que tenía y bebí, bebí sabiendo que quizás era la última vez, bebí recordando toda mi vida en un segundo, bebí con una visión de un mundo que se perdía a lo lejos. Un mundo en el que yo era un punto brillante que perdía más y más luz hasta desaparecer por completo. Ya no veía nada, mi cabeza me dolía, mi estómago ardía al igual que mi garganta y comenzaba a sentir como muertas mis extremidades. Vi un punto de luz que se acercaba a mí. Era como una inmensa estrella. Yo sentí deseos de tocarla pero se me hizo imposible, no podía moverme de donde estaba. Sin embargo, ella se fue acercando a mí. Poco a poco su luz fue haciéndome perder más y más la visión. Y experimenté la muerte. No vi nada, no sentí nada, no escuché nada. Era entonces la muerte como estar en la nada, en ningún lugar. Todavía estaba consciente de lo que pasaba, es decir, que la vida sí continuaba. Sí había un después.

Repentinamente comencé a recobrar los sentidos y respiré con mucha ansiedad. Abrí mis ojos lentamente y de momento no supe donde estaba pero mi visión se iba ubicando con lentitud. Sentía que podía moverme de nuevo y así lo hice; me levanté y sin saber donde estaba comencé a caminar con pasos temerosos, mirando a todos lados, asustada y ansiosa a la vez. Escuché un ruido detrás de mí y apuré los pasos. Fue entonces cuando vi lo que menos estaba esperando… una estación de trenes.

Era grande, pulcra y parecía sobrenatural. Estaba llena de ruido y personas como las del mundo humano, eso sí. Las personas iban y venían, a veces solas, a veces acompañadas. Había quien lloraba, quien reía y hasta quienes bailaban. Se respiraba un ambiente con variedad de emociones y sentimientos y yo aún no me ubicaba. Y no lo hice hasta que escuché que alguien, a lo lejos, gritó mi nombre:

– ¡Isabel! ¡Isabel!

Volteé para ver quien era que me llamaba, pero la multitud me lo impedía. Seguí caminando poco a poco hacia el lugar desde donde provenía la voz, se hacía más fuerte entre el gentío pero ya la iba a reconociendo. Era de mujer, sí, pero no podía recordar de quien. Y fue cuando la vi.

– ¿Mamá? –Pregunté mientras mis ojos se llenaban de lágrimas.

Ella, también llorando pero con una sonrisa muy amplía en su rostro se acercó a mí y me abrazó con tanta fuerza que no me recordó a ningún abrazo que en vida me hubiese dado. Era ella y estaba idéntica al día en que murió, incluso vestía la misma ropa que le habíamos puesto en su funeral. Sonreía y lloraba a la vez. Y solo fue capaz de pronunciar una sola palabra antes de romper a llorar con tristeza:

–Perdón.

Lloró. Lloró tan fuerte que ni un abrazo mío logró consolarla. Lloró con tanto pesar que sin darme cuenta, por mis ojos también resbalaban lágrimas. Le abracé con fuerza, como ella me había abrazado a mí y poco a poco se fue calmando hasta que logró volver a hablar y me preguntó:

– ¿Cómo es que has llegado hasta aquí? ¿Qué te ha pasado?

No sabía que responder. No sabía cual sería la reacción de mi madre al decirle que me había quitado la vida. Seguramente se pondría furiosa como solía hacerlo cuando vivía. Quizás me golpearía. No tenía idea, pero no tenía muchas ganas de averiguarlo. Sin embargo ella parecía saberlo, porque me miró con lástima y añadió:

– ¿Por qué lo hiciste?

– ¿Por qué hice qué? –Me atreví a preguntarle.

–Sabes muy bien lo que has hecho. Te has quitado la vida.

No respondí esta vez. Ella lo sabía.

– ¿Por qué lo hiciste? –Continuó ella–. Eres tan hermosa… No puedo creer que…

– ¿Por qué lo hiciste tú? –Le interrumpí sin pensarlo.

Ella me miró con lágrimas que asomaban de nuevo en sus ojos y me dijo:

–Yo no te lo sabría explicar. Cuando tu padre me dejó…

– ¡Papá ya había muerto, me quedé sola!

– ¡Te dije que no sabría explicártelo!

Suspiré. Estuve a punto de decirle que yo tampoco sabría como explicarle el motivo de mi suicidio pero no lo hice. En cambio le dije:

–Lo hice por amor.

Ella me miró y sonrío. Una sonrisa diáfana y sincera, una sonrisa de apoyo. Una sonrisa de esas que una madre le da a un hijo cuando aunque no esté de acuerdo con su decisión, la respeta y la apoya y aunque le aconseje sabe que su hijo no cambiará de opinión, y si lo hace, entonces es porque es lo correcto. Yo me sentí bien y en paz por primera vez desde que había llegado. Pero todavía tenía tantas preguntas que hacer.

–Mamá, ¿dónde estamos? –Pregunté.

–Este es el lugar en donde quedamos la gente como tú y yo –Me respondió mi madre con suavidad, como si le explicara a un niño la suma de uno más uno–. ¿Ves esas puertas grandes de allá? –Me dijo mientras señalaba dos puertas de madera que se encontraban en los extremos. Asentí–. Pues, son las salidas.

– ¿Las salidas? –No entendía–. ¿Quiere decir que podemos volver?

–No, querida –Dijo mi madre–. Es la salida al mundo. A nuestro mundo, el que quiera irse se va y lo vive entre muertos. Lo disfruta.

– ¿Y si allá afuera hay un mundo para disfrutar, qué hace la gente aquí? –Pregunté con curiosidad y sin entender nada.

Mi madre hizo silencio por unos segundos antes de responder, y luego dijo:

–Aquí hay una oportunidad.

La miré, y sin decir nada le hice comprender que no yo no comprendía.

–Cada vez que llega un tren, hay una oportunidad de subir a ellos e irnos al mundo inmortal. Al mundo eterno. Al mundo de la dicha y el perdón.

– ¿Y cada cuanto llegan los trenes?

–Oh, eso no sucede a menudo. Pues esta no es la única estación.

Me sorprendí al imaginarme aquello y con mucho miedo de la respuesta que pudiese recibir me atreví a preguntar:

– ¿Cuánto tiempo llevas tú aquí?

– ¿Cuánto tiempo llevo de muerta? –Respondió mamá.

Volvimos a abrazarnos como la primera vez y las dos lloramos en silencio. Perdonándonos y amándonos como nunca en vida lo hicimos. Mi padre se había ido de casa cuando yo tenía diez años, mi madre entró en una depresión muy profunda y a los dos años mi padre murió en un accidente. Me sentí fatal. Ocho meses después, mi madre se había quitado la vida ahorcándose en su habitación.

–Mamá, ¿por qué no has tenido la oportunidad?

–Porque tienes que ser invitado. Y nadie lo ha hecho.

No dije más nada y la miré. Me reprendí por sentir lástima por mi madre, pero yo era una más. Yo estaba muerta y no volvería a vivir. También quería la oportunidad de ir a ese mundo eterno. Seguramente allí estaba él… Esperándome.

–Tú has muerto por amor, hija mía –dijo mi madre–. Seguramente estás esperando la oportunidad.

–Sí.

–Entonces estás en tu día porque el tren acaba de llegar.

Era cierto. La multitud se aglomeraba en un extremo de la estación. Por encima de las cabezas que se movían como hormigas alcancé a ver el humo que despedía la locomotora de un tren negro que se extendía hasta donde no me alcanzaba la vista. Me hice espacio con mi madre como pude y llegamos hasta la puerta. Había personas que se despedían, otras que subían y lloraban abrazadas, otras que bajaban y eran dejadas en la estación. De nuevo se sentía en el ambiente esa mezcla de sentimientos y emociones que no lograban compenetrarse ni entenderse entre sí.

Busqué con una mirada fugaz entre la multitud y los pasajeros del tren y cuando estuve a punto de desistir en mi búsqueda le vi. Era él. Estaba muy lejos y había mucho trecho que caminar, y cuando casi lo alcanzaba el tren se movió anunciando que se había acabado la parada en la estación. Con desespero tomé el brazo de mi madre y corrí tras el tren. Fue en ese instante cuando él volteó la mirada y nos vio a las dos, se emocionó y comenzó a gritar. Gritaba eufórico para que nos apuráramos y el tren se detuviese, pero todo fue en vano. El tren avanzó velozmente y se perdió en la distancia como un punto negro que se disolvía inalcanzable con mi destino y mi felicidad.

Ahora era yo quien lloraba, con arrepentimiento y rabia. Con dolor y mucha pena me encontraba perdida y sin hogar. Me encontraba sin nada que pudiera quitarme aquello del alma. Vi a mi madre y ella me abrazó y aquel abrazó fue como un remedio instantáneo y me di cuenta de que en aquel lugar si yo no quería ser infeliz, simplemente no lo era. Y así lo hice, me decidí a no sufrir más.

Mi madre y yo nos sentamos en el suelo y comenzamos a hablar. Hablamos de la vida, de nuestra vida juntas, de nuestros momentos. Y hablamos tanto que no nos dimos cuenta de que ya se hacía de noche y la estación se iba vaciando. La gente se iba al mundo de los muertos con esperanza de volver y atrapar el tren, pero mi madre y yo no. Nos íbamos y sabíamos que no volveríamos, ahora seríamos felices, simplemente ella y yo. Llegamos a la puerta y un guardia la abrió, pero luego la cerró y dijo:

–Discúlpenme un momento… Hay alguien allá perdido.

Mi madre y yo volteamos y vimos, en efecto, a un hombre a lo lejos perdido. Caminando sin rumbo y como mareado. El guardia lo alcanzó corriendo y lo acompañaba con pasos lentos hasta donde nosotras nos encontrábamos, y al llegar vi el rostro que ya había olvidado, aquel que había dejado de desear ver, pero aquel por el cual no pude evitar sentirme feliz. Mi madre sonrió conmigo y me embargó la alegría de volverle a ver tan cerca. Y mientras corría a abrazarle supe que ahora seríamos felices los tres, como la familia que nunca llegamos a ser. Mi padre me levantó en sus brazos y sentí que ya estaba en ese mundo eterno del que todos hablaban. Cruzamos la puerta y jamás volvimos a ver la estación. Aquel tren era un recuerdo viejo e inexacto del pasado ya olvidado. Y mis penas habían quedado disipadas.

Manuel García

22/05/2010

lunes, 17 de mayo de 2010

Demasiado tarde

La cortina que se suponía que debía estar cubriendo la ventana estaba abierta y los rayos del sol elevado atravesaban los cristales para dar justo en la cara del hombre ya casi despierto que yacía acostado en la cama. Antonio abrió los ojos. El éxito se esfumaba de su mente y si apenas recordaba que era domingo significaba una gran hazaña. No tenía idea de donde estaba. No sabía quién era. Pero los demás, afuera sí que lo sabían. Enormes carteles publicitarios, spots en las radios, comerciales en la televisión, anuncios en los diarios. Un importante cineasta, talentoso actor, afamado escritor. El éxito de la juventud hecho hombre, y ahora el hombre hecho pedazos, hecho recuerdos. Antonio se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño, quizás con un poco de agua su mente se aclararía y recordaría quien era, y qué estaba haciendo en aquel lugar que resultaba tan extraño como todo lo demás, como el cuerpo, como la ropa que vestía, como los sonidos que escuchaba. Antonio lavó su cara y nada pasó: seguía siendo él sin ser nadie y vio a lo lejos la silueta de un suicida que caía del edificio de enfrente. Antonio se preguntó entonces que era la vida, y mientras caminaba por la avenida, su rostro impreso en vallas de publicidad le sonreía desde cualquier lugar al que mirara. Las personas le saludaban y las mujeres se volteaban a verle con miradas atrevidas y sugestivas. Antonio no entendía nada. La mañana seguía avanzando y los recuerdos esfumándose de la mente. Vagas imágenes de un pasado inconexo venían a la mente de Antonio que caminaba sin rumbo por las calles de la gran ciudad, perdido entre un mundo que ya no era mundo, que ya no era más de lo que él sabía. Antonio se detuvo, y se dio cuenta de que no era nadie. De que no conocía nada. El desespero le tumbó al suelo y entre lágrimas comenzó a convulsionar con sentimientos confusos e ideas no muy claras que atravesaban su cabeza como disparos de un cañón.

Más tarde, quizás un día, quizás un mes, quizás un año o quizás diez, Antonio ya de verdad no era nadie, ni siquiera porque no lo recordaba, sino porque nadie lo recordaba a él. Y es la gente la que te hace ser en el caso de Antonio. Un hombre perdido que ahogó los recuerdos en el alcohol para quemarlos en las pailas de la memoria. Desaparecido el animal causante de las heridas, desaparecido el dolor que éstas provocaban. Ya Antonio no sentía porque había olvidado lo que era sentir. Ya Antonio no veía porque había olvidado lo que era ver. El gusto de la vida solo es posible tenerlo cuando la vida existe y Antonio ya no tenía vida. Antonio era piezas del pasado consumido y los recuerdos desaparecidos.

Una mañana despertó con el sol, en un acera de un callejón, durmiendo entre cartones, latas y mal olor, y Antonio recordó todo lo que años atrás debió haber recordado. Pero ya era demasiado tarde.

domingo, 16 de mayo de 2010

El dolor más grande

Su mano, grande y áspera, oprimía mi boca y me obligaba a callar. Mis manos se movían en el aire como tratando de golpear al gigante invisible que me atacaba. Mis piernas adoloridas se sentían muertas bajo el peso de las rodillas de aquel gran hombre que me atacaba. No sabía realmente si habían pasado cinco minutos o diez, no había sonido en aquella oscuridad total que pudiera invitarme a gritar. La ciudad silenciosa bajo un cielo estrellado era el escenario perfecto para mi muerte inminente. Cerré mis ojos y sucumbí al horror de un trágico final para mi vida. Sin embargo, no fue muerte lo que sentí, sino dolor. Cuando la otra mano, también grande y también áspera, me golpeaba el rostro con fuerza bruta y las lágrimas se mezclaban con el sudor y la sangre produciendo un extraño olor y sabor. Entre mis gemidos adoloridos y desesperados y un zumbido insoportable que se apoderaba de mi cabeza, escuche una carcajada, que curiosamente se oía lejana cuando el dueño de la atronadora risa se encontraba sobre mí. Ya la mano no oprimía mi boca, pero ahora, las dos me sujetaban los brazos que ya no se movían intentando golpear nada. Mis piernas ahora no se sentían. Una luz iluminó la escena, cerré los ojos porque de frente la luz maltrataba mis pupilas. El automóvil se detuvo y un hombre, tan grande y tan bruto como mi atacante descendió del mismo.

– ¿Es éste? –Preguntó el hombre que descendía del automóvil a mi atacante.
–Sí –contestó el otro.

Sentí un fuego abrazador en mis entrañas que nada tenía que ver con el calor, la adrenalina o el miedo. Y fue entonces cuando me di cuenta de que mi atacante se había levantado y me había dejado tirado en la acera, y sin embargo, yo me encontraba demasiado débil y maltratado como para levantarme y correr, o si quiera levantarme e intentar agredir a mi atacante. En ese momento fui un cuerpo semi inerte sobre el pavimento frío. En mi mente oía gritos de desesperación y ese mismo zumbido que me había molestado desde que había recibido el primer golpe de aquel tipo. Las dos figuras borrosas que ante mí se alzaban, imponentes y malévolas, mantenían una conversación entre ellas. Escuchaba las palabras, pero ninguna tenía sentido para mí. Y luego de un tiempo que no significo más o menos para mí, dos manos bajo mis axilas me levantaron y me arrastraron hasta el automóvil encendido unos metros más allá. Sentí que dejaba mi alma en aquella acera. Mis piernas no se movían, yo sudaba, sangraba y gemía. Mis ojos se abrían y se cerraban a intervalos que se sentían eternos, bien porque las imágenes que frente a mi pasaban cambiaban con mucha rapidez, o bien porque había perdido por completo la noción del tiempo. Ya no sabía donde estaba. De haber perdido la noción del tiempo, la del espacio le acompañaba en el olvido, en la nada.
La ciudad nocturna, con sus luces, sus caminantes, sus crímenes y su bullicio habitual volaba frente a mí en una empañada visión del mundo externo, quizás en el instante en que lo veía por última vez. Tuve miedo de no haberme despedido antes de abandonarlo todo, y me di cuenta de que aquel miedo no tenía sentido alguno, justificación o razón de ser. Porque de haber sido justo sentir miedo, lo habría sentido en aquel segundo congelado en un pasado remoto en que un golpe por la espalda me tumbaba al suelo y sin darme cuenta, cambiaba mi vida para siempre. El automóvil se detuvo y una voz, con palabras que casi no pude entender, me ordenó que bajara. Hice el intento, pero mis piernas muertas me tumbaron al suelo. Carcajadas. Los dos hombres me ayudaron a levantarme y volvieron a arrastrarme. Oscuridad procurada por mis ojos cerrados me dieron un mal intento de instante de paz. Y sentí que podía quedarme así durante todo lo que quedaba de vida, y si la muerte dolía, también durante la muerte.

–Aquí es –dijo uno de los hombres, ya no reconocía las voces. Realmente, quizás nunca lo hice.

Escuché el chirrido de una puerta al abrirse, más movimiento, y luego la puerta volvió a chirriar al cerrarse. Ya no hacía frío como afuera. Abrí mis ojos lentamente y me encontré en la sala de una casa que me resultaba vagamente familiar. Y fue entonces cuando me di cuenta del dolor que realmente sentía, de todos los golpes que había recibido, de la sangre que había derramado y del peso de un sufrimiento que jamás había experimentado y que dudaba que volviese a experimentar nunca más. Aquella sala estaba llena de personas, todos se reían de mí, y todos querían atacarme y acabar conmigo. Sentí dolor, pero no dolor físico, sino un dolor interno que me daba la sensación de un frío que quemaba y un calor que abrasaba mis entrañas haciéndome sufrir como nunca. Una mujer muy grande y fuerte se acercó a mí y me abofeteó la cara, me insultó y luego se alejo. Y poco a poco, todos los hombres y todas las mujeres, grandes e imponentes, se acercaban a mí y me maltrataban físicamente, me insultaban y a mí me dolía, me dolía tanto…
De pronto, vi todo con claridad pero solo por un segundo fugaz en el que caía el suelo. Pero no fue una caída rápida, fue una caída lenta, muy lenta. Sentía que caía y caía sin parar, y cuando sentí el contacto con el suelo me trasladé al recuerdo de todo lo que había pasado. Todo lo que en verdad había pasado.

Era más o menos la una de la tarde cuando mi ex esposa llegó a mi casa con mi hijo. El pequeño Benjamín. Una criatura hermosa de tan solo siete años de edad, inteligente, amoroso, lleno de vida. Inocentemente atrevido y lo mejor que pudo haberme pasado en la vida. Aquel fin de semana era mi turno de tenerlo conmigo, como cada dos fines de semanas, cuando lo que podían ser dos días de descanso se convertían en dos días de felicidad por estar junto a él. Tenía planeada una tarde de diversión juntos. Ver una película, ir a un parque, comer helados. Pero no pensé jamás en lo que podía suceder.

El reloj daba las tres cuando salíamos del edificio a una tarde nublada en la ciudad ajetreada. Nos movíamos en el automóvil entre la gente que iba y venía, yo, reía feliz con la conversación inexacta que mantenía con Benjamín, y así comenzaba un día que prometía ser maravilloso. Pero incluso las cosas que no parecen tener vida, rompen sus promesas. Nos dirigimos al cine más cercano; al salir, ya eran las cinco, comimos un helado y nos dispusimos a volver a casa para refugiarnos en el calor de mi apartamento antes de que comenzara a llover. Pero nadie nunca me pudo explicar quien decidió que aquello no iba a llegar a suceder.
Con sendas sonrisas en el rostro, mi hijo sostenía mi mano mientras nos dirigíamos al aparcamiento donde estaba mi automóvil, ya eran pasadas las seis y éramos los únicos que caminábamos por aquel callejón. Pero no vimos ni escuchamos la riña que se armaba del otro lado de la avenida, tampoco pudimos esquivar la estampida de motorizados que venían por el callejón con la velocidad de las milésimas. Oí varias detonaciones que cortaron el aire y lancé mi cuerpo sobre el de Benjamín para protegerlo de los disparos, y luego de que pasaron los tipos en las motos me levanté para verificar que todo estaba bien. Sin embargo, no lo estaba. Nada estaba bien.

El cuerpo de Benjamín, mi hijo se encontraba helado, de sus ojos pendían dos hilos transparentes de lágrimas, su pequeño cuerpo temblaba de frío y dolor, y un orificio en medio de su tórax, más un líquido espeso y caliente que brotaba de su espalda recostada en mis brazos me indicaba que lo peor había sucedido. Corté el aire con un grito desgarrador, más aún que las detonaciones, y ya nada fue igual. Lo único por lo que valía la pena vivir en el mundo ya no existía, si es que aún existía un mundo. El dolor más grande que podía haber experimentado, lo experimenté y sentía que mi alma se quedaba en esa acera cuando dos amigos me arrastraban a su automóvil y me llevaban a mi casa, unas cuatro horas después, donde todos esperaban para apiadarse de mí, sentir lástima y hacerme sentir reconfortado. Pero de todos esos pequeños actos de solidaridad, no vi ninguno que me llenara ni siquiera escasamente. Porque la capacidad de reconocer lo bueno se encuentra en el vivir, y yo, ya no vivía.

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