domingo, 16 de mayo de 2010

El dolor más grande

Su mano, grande y áspera, oprimía mi boca y me obligaba a callar. Mis manos se movían en el aire como tratando de golpear al gigante invisible que me atacaba. Mis piernas adoloridas se sentían muertas bajo el peso de las rodillas de aquel gran hombre que me atacaba. No sabía realmente si habían pasado cinco minutos o diez, no había sonido en aquella oscuridad total que pudiera invitarme a gritar. La ciudad silenciosa bajo un cielo estrellado era el escenario perfecto para mi muerte inminente. Cerré mis ojos y sucumbí al horror de un trágico final para mi vida. Sin embargo, no fue muerte lo que sentí, sino dolor. Cuando la otra mano, también grande y también áspera, me golpeaba el rostro con fuerza bruta y las lágrimas se mezclaban con el sudor y la sangre produciendo un extraño olor y sabor. Entre mis gemidos adoloridos y desesperados y un zumbido insoportable que se apoderaba de mi cabeza, escuche una carcajada, que curiosamente se oía lejana cuando el dueño de la atronadora risa se encontraba sobre mí. Ya la mano no oprimía mi boca, pero ahora, las dos me sujetaban los brazos que ya no se movían intentando golpear nada. Mis piernas ahora no se sentían. Una luz iluminó la escena, cerré los ojos porque de frente la luz maltrataba mis pupilas. El automóvil se detuvo y un hombre, tan grande y tan bruto como mi atacante descendió del mismo.

– ¿Es éste? –Preguntó el hombre que descendía del automóvil a mi atacante.
–Sí –contestó el otro.

Sentí un fuego abrazador en mis entrañas que nada tenía que ver con el calor, la adrenalina o el miedo. Y fue entonces cuando me di cuenta de que mi atacante se había levantado y me había dejado tirado en la acera, y sin embargo, yo me encontraba demasiado débil y maltratado como para levantarme y correr, o si quiera levantarme e intentar agredir a mi atacante. En ese momento fui un cuerpo semi inerte sobre el pavimento frío. En mi mente oía gritos de desesperación y ese mismo zumbido que me había molestado desde que había recibido el primer golpe de aquel tipo. Las dos figuras borrosas que ante mí se alzaban, imponentes y malévolas, mantenían una conversación entre ellas. Escuchaba las palabras, pero ninguna tenía sentido para mí. Y luego de un tiempo que no significo más o menos para mí, dos manos bajo mis axilas me levantaron y me arrastraron hasta el automóvil encendido unos metros más allá. Sentí que dejaba mi alma en aquella acera. Mis piernas no se movían, yo sudaba, sangraba y gemía. Mis ojos se abrían y se cerraban a intervalos que se sentían eternos, bien porque las imágenes que frente a mi pasaban cambiaban con mucha rapidez, o bien porque había perdido por completo la noción del tiempo. Ya no sabía donde estaba. De haber perdido la noción del tiempo, la del espacio le acompañaba en el olvido, en la nada.
La ciudad nocturna, con sus luces, sus caminantes, sus crímenes y su bullicio habitual volaba frente a mí en una empañada visión del mundo externo, quizás en el instante en que lo veía por última vez. Tuve miedo de no haberme despedido antes de abandonarlo todo, y me di cuenta de que aquel miedo no tenía sentido alguno, justificación o razón de ser. Porque de haber sido justo sentir miedo, lo habría sentido en aquel segundo congelado en un pasado remoto en que un golpe por la espalda me tumbaba al suelo y sin darme cuenta, cambiaba mi vida para siempre. El automóvil se detuvo y una voz, con palabras que casi no pude entender, me ordenó que bajara. Hice el intento, pero mis piernas muertas me tumbaron al suelo. Carcajadas. Los dos hombres me ayudaron a levantarme y volvieron a arrastrarme. Oscuridad procurada por mis ojos cerrados me dieron un mal intento de instante de paz. Y sentí que podía quedarme así durante todo lo que quedaba de vida, y si la muerte dolía, también durante la muerte.

–Aquí es –dijo uno de los hombres, ya no reconocía las voces. Realmente, quizás nunca lo hice.

Escuché el chirrido de una puerta al abrirse, más movimiento, y luego la puerta volvió a chirriar al cerrarse. Ya no hacía frío como afuera. Abrí mis ojos lentamente y me encontré en la sala de una casa que me resultaba vagamente familiar. Y fue entonces cuando me di cuenta del dolor que realmente sentía, de todos los golpes que había recibido, de la sangre que había derramado y del peso de un sufrimiento que jamás había experimentado y que dudaba que volviese a experimentar nunca más. Aquella sala estaba llena de personas, todos se reían de mí, y todos querían atacarme y acabar conmigo. Sentí dolor, pero no dolor físico, sino un dolor interno que me daba la sensación de un frío que quemaba y un calor que abrasaba mis entrañas haciéndome sufrir como nunca. Una mujer muy grande y fuerte se acercó a mí y me abofeteó la cara, me insultó y luego se alejo. Y poco a poco, todos los hombres y todas las mujeres, grandes e imponentes, se acercaban a mí y me maltrataban físicamente, me insultaban y a mí me dolía, me dolía tanto…
De pronto, vi todo con claridad pero solo por un segundo fugaz en el que caía el suelo. Pero no fue una caída rápida, fue una caída lenta, muy lenta. Sentía que caía y caía sin parar, y cuando sentí el contacto con el suelo me trasladé al recuerdo de todo lo que había pasado. Todo lo que en verdad había pasado.

Era más o menos la una de la tarde cuando mi ex esposa llegó a mi casa con mi hijo. El pequeño Benjamín. Una criatura hermosa de tan solo siete años de edad, inteligente, amoroso, lleno de vida. Inocentemente atrevido y lo mejor que pudo haberme pasado en la vida. Aquel fin de semana era mi turno de tenerlo conmigo, como cada dos fines de semanas, cuando lo que podían ser dos días de descanso se convertían en dos días de felicidad por estar junto a él. Tenía planeada una tarde de diversión juntos. Ver una película, ir a un parque, comer helados. Pero no pensé jamás en lo que podía suceder.

El reloj daba las tres cuando salíamos del edificio a una tarde nublada en la ciudad ajetreada. Nos movíamos en el automóvil entre la gente que iba y venía, yo, reía feliz con la conversación inexacta que mantenía con Benjamín, y así comenzaba un día que prometía ser maravilloso. Pero incluso las cosas que no parecen tener vida, rompen sus promesas. Nos dirigimos al cine más cercano; al salir, ya eran las cinco, comimos un helado y nos dispusimos a volver a casa para refugiarnos en el calor de mi apartamento antes de que comenzara a llover. Pero nadie nunca me pudo explicar quien decidió que aquello no iba a llegar a suceder.
Con sendas sonrisas en el rostro, mi hijo sostenía mi mano mientras nos dirigíamos al aparcamiento donde estaba mi automóvil, ya eran pasadas las seis y éramos los únicos que caminábamos por aquel callejón. Pero no vimos ni escuchamos la riña que se armaba del otro lado de la avenida, tampoco pudimos esquivar la estampida de motorizados que venían por el callejón con la velocidad de las milésimas. Oí varias detonaciones que cortaron el aire y lancé mi cuerpo sobre el de Benjamín para protegerlo de los disparos, y luego de que pasaron los tipos en las motos me levanté para verificar que todo estaba bien. Sin embargo, no lo estaba. Nada estaba bien.

El cuerpo de Benjamín, mi hijo se encontraba helado, de sus ojos pendían dos hilos transparentes de lágrimas, su pequeño cuerpo temblaba de frío y dolor, y un orificio en medio de su tórax, más un líquido espeso y caliente que brotaba de su espalda recostada en mis brazos me indicaba que lo peor había sucedido. Corté el aire con un grito desgarrador, más aún que las detonaciones, y ya nada fue igual. Lo único por lo que valía la pena vivir en el mundo ya no existía, si es que aún existía un mundo. El dolor más grande que podía haber experimentado, lo experimenté y sentía que mi alma se quedaba en esa acera cuando dos amigos me arrastraban a su automóvil y me llevaban a mi casa, unas cuatro horas después, donde todos esperaban para apiadarse de mí, sentir lástima y hacerme sentir reconfortado. Pero de todos esos pequeños actos de solidaridad, no vi ninguno que me llenara ni siquiera escasamente. Porque la capacidad de reconocer lo bueno se encuentra en el vivir, y yo, ya no vivía.

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