viernes, 4 de junio de 2010

Un cuarto para las tres

–Era la mujer más hermosa que había visto en mi vida –le dije al doctor. Y comencé mi historia.

Y ya nos estábamos casando. Era el día de nuestra boda y yo estaba tan feliz. No podía creer que una mujer tan bella, diáfana e inteligente se hubiese fijado en mí. Su sonrisa era como un faro de luz potente en la oscuridad, su mirada estaba llena de pasión y alegría, y en mi corazón palpitaba la llama del amor cada vez que le oía hablar, que le veía sonreír, que me miraba en el abarrote de centenas de personas.

Pasó un año después de nuestra boda. Ella estaba embarazada. Esperaba con alegría y mucha paciencia a mi primer hijo. Ya sabíamos como lo llamaríamos incluso en el segundo mes de embarazo. Si era un varón (cosa que yo esperaba) le llamaríamos Emilio, si era hembra se llamaría… Aún no teníamos un nombre para la hembra. Quizás se iba a llamar como su madre.

Ya el pequeño Emilio había nacido. Tenía dos años de edad. El tiempo había pasado tan rápido. Hacían ya más de tres años de nuestra boda, y yo aún seguía enamorado de ella. De su sonrisa, de su charla, de su manera de observar. Aún me preguntaba yo como ella se había fijado en mí. Y muchas veces llegué a imaginarme viviendo una fantasía. Pero no, no era posible.

Cinco años más. Nuestro matrimonio se fortalecía. El amor entre nosotros crecía y yo me sentía cada vez más feliz junto a ella. Emocionado de haberla conocido y de mantenerla a mi lado. Ya era hora de tener nuestro segundo hijo. Y para cuando nació, decidimos nombrarla Annabella, el cual era un nombre precioso para una niña preciosa. Y en cinco años que pasaron volando, celebrábamos el quinto cumpleaños de nuestra hija menor. Emilio ya era todo un adolescente, a sus trece años ya era un niño muy maduro, inteligente, con buenas calificaciones y excelente rendimiento escolar. ¡Yo estaba tan orgulloso de él!

Pero también estaba orgulloso de mí. Orgulloso de haberme encontrado en el lugar indicado en el momento perfecto, y agradecido cada día más con Dios por haberla enviado a ella ahí, donde estábamos juntos. Donde nos conocimos, donde me atreví a hablar. Ahí donde quería vivir por siempre. Ahí en esa ilusión…

Cinco años más pasaron más rápido. Ya nuestro hijo cumplía dieciocho e iba a la universidad. La pequeña Annabella era una niña dulce, inteligente, encantadora. Justo como su madre… Me recordaba tanto a ella.

Diez años. Veinte años. Toda una vida y ya yo me desvanecía. Me iba haciendo viejo, me iba oxidando y conmigo los recuerdos. Se alejaban los momentos más cercanos y venían a mi mente aquellas viejas historias vividas, pero no fue duro. Lo supe llevar. Supe cargar con mi conciencia y con el peso de imaginar algo que nunca pude tener, algo que no existió. Y no fue duro. No fue duro como despertar a esa realidad en donde era joven de nuevo y me encontraba en el abarrote, frente a la mujer más hermosa que jamás había visto en mi vida, frente a una mujer imposible. Una mujer a la que le pregunté con las únicas cuatro palabras que podría haber pronunciado en su presencia:

–Disculpe, ¿qué hora es?

Y ella respondió con cinco palabras. Cinco palabras que fueron un disparo anticipado al corazón. Cinco palabras que se internaron en el único recuerdo que mi cabeza tendría de su voz. Cinco palabras que hasta el día de hoy, en mi encierro, no puedo olvidar:

–Un cuarto para las tres.

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