sábado, 24 de julio de 2010

Paz en sus párpados

“Comprende que con esto no llegarás a nada…”; “No encontrarás la solución en un problema”; “Reacciona...” “Ten respeto por ti mismo”.

Estas son las palabras que solía decirle. Lo recuerdo muy bien. Como si de un día cercano se tratara. La verdad ahora que lo pienso creo que insistí muy poco; supongo que tenía mucha confianza en mi mismo y creí que podría lograr hacerlo entrar en razón y alejarlo de ese mal. Aunque siempre le hablaba e intentaba convencerlo de que aquello no era correcto, una parte de mí siempre creyó (y de eso me entero ahora) que lo dejaría eventualmente. ¡Que iluso fui! Ahora ya es demasiado tarde. Para él y para mí…

No es cuestión de sentirme bien o mal, ni de repetir las ideas o los pensamientos para torturarme. No se trata de andar por la vida culpándome o lleno de un arrepentimiento idiota por algo en lo que realmente yo no tuve nada que ver. Pero he de confesar, que pretendo cargar con este dolor por el tiempo que sea necesario. Son situaciones que no se superan, pero que pueden atravesarse. A veces las cicatrices del pasado nos sirven para mejorar el futuro, que es el presente en cual vivimos.

Me es imposible recordar con certeza cuantas veces hablé con él sobre el tema. Sin embargo, recuerdo que los últimos días ya casi no hablábamos. Nos sentábamos en el suelo a escuchar su música favorita y a conversar con el silencio. Yo rememoraba en la penumbra de la habitación todos los momentos de nuestra infancia. Él, miraba con una fijeza extraña el vacío de la oscura estancia. Siempre fuimos amigos, siempre.

La mañana en la que me enteré, fue como si ya lo supiese. Me actitud, o mejor dicho, mi reacción, pudo parecer un poco egoísta a los ojos de su madre quien fue quien llevó la noticia a mi casa. No reaccioné y eso es rudo y de mala educación. Era tan esperado en aquel entonces. Lo sabía porque cuando nos sentábamos a hablar sin hablar, a mirar el silencio y a escuchar aquellas hermosas canciones, ambos pensábamos en como sería despedirnos, y sin querer, nos decíamos adiós. Cuando las palabras se agotaban, y no querían salir de nuestros labios, era como si de una despedida permanente se tratase.

Mientras me vestía para asistir al funeral no pensé en nada. Era como si estuviese a punto de ir al funeral de una persona que en mi vida conocí, cuando en realidad se trataba de alguien que existió hasta el punto de irse y llevarse consigo una parte de mí mismo. Fui consciente de eso de camino al funeral y una lágrima tímida y fresca resbaló por mi mejilla; mis ojos se humedecieron y mi mente se fue a pasear al remoto campo de la memoria.

Dulces recuerdos de la infancia. Tiempo en el que no tienes idea de que es el futuro y por ende, no tienes idea de lo que te depara en él. Pensé, y en mi rostro se dibujó una amarga sonrisa, que la felicidad sería eterna de no superar la infancia. Con melancolía cerré mis ojos fuertemente y deseé de corazón volver a ser niños, volver a vivir esos momentos tan diáfanos y maravillosos, y no regresar jamás, pues así, sería seguro que nuestra felicidad no se agotaría.

Llegué al funeral y de un golpe me tope con la cruda realidad. Allí estaba el ataúd en el medio de la sala, algunas de las personas lloraban con desconsuelo, otras solo miraban con fijeza al vacío; y había quien se mostraba tan indiferente como una roca en medio de la carretera. Me acerqué y vi su rostro y por primera vez en tantos años de lucha contra aquel terrible mal observé con claridad paz en sus párpados que reposaban cerrados sobre sus ojos. Nitidez. Descanso. Eso era en lo que él se había convertido.

“Veme llorar”, murmuré mientras el vidrio del ataúd se cubría con mis lágrimas. “Veme derramar esas lágrimas y absuelve la culpa que siento…”. Dije algunas otras cosas y luego me fui. No supe más nada de su familia ni de nadie que pudiera recordarme la tristeza de su pérdida. Me alejé de mi mismo y me sumí en mi dolor hasta el día de hoy en donde he reaccionado y me pregunto: ¿Cuándo encontraré la paz?

jueves, 22 de julio de 2010

La conversación de Violeta

Violeta quería a alguien con quien conversar aquella noche de lluvia. Los relámpagos en el cielo nublado iluminaban la sala de la casa de lóbrego aspecto. Se sentían las gotas caer en el techo, y se oía el débil sonido del reloj mientras el segundero avanzaba. Violeta quería a alguien con quien conversar…

Al pie de la escalera se encontraba la chica, abandonando su espacio con los ojos llenos de lágrimas melancólicas sin tener con quien poder hablar. Y en un último y desesperado intento de provocarse el llanto triste que tanto anhelaba regalarse, rompió a llorar de rabia e impotancia por estar tan sola y tan llena de palabras para decir; palabras que se desaparecían en su garganta, tal como si las tragara, una a una. Y de pronto se escuchó:

–Ven, conversa conmigo –dijo una voz en la penumbra de la sala.

Obscuridad y vacío. No había nadie más en aquella casa que Violeta supiera. Quizás alucinaba, quizás necesitaba tanto el conversar con alguien que comenzaba a oír voces. Sin embargo, se preguntó quien le había hablado. Era posible que no hubiera imaginado aquella voz, que alguien sí estuviera allí, aunque de alguien del más allá se tratase, y quisiera hablar con ella. No tuvo que formular pregunta alguna pues poco a poco iba obteniendo la respuesta; pero se atrevió a interrogar con voz temblorosa al negro silencio de su casa aparentemente vacía:

–¿Quién eres? ¿Mi conciencia?

–No –respondió la voz cortante–. Soy tu soledad.

miércoles, 21 de julio de 2010

Carta al pasado (Escrito)

Hola, quiero decirte que no existe mucho pensamiento detrás de estas palabras. Por cualquier cosa en que pueda ofenderte, pido disculpas. Mi carta no es un ejemplo de la premisa que nos reza que detrás de un amable saludo se puede esconder una brutal despedida. Un adiós, sí. Brutal, no. Y quizás ni siquiera un adiós; probablemente esto sea un hasta luego. Después de todo, seguirás volviendo, para bien o para mal, y llegará el momento en que yo tenga que despedirte.

Ten siempre en cuenta que no te guardo resentimiento, en lo absoluto. Y aunque pudiera borrarte, no lo haría. Eres una parte de mí, y siempre lo serás. Pues por mucho que haya sufrido contigo, formas parte del trabajo que me llevó convertirme en lo que hoy soy. Por eso, debería dar gracias.

Asimismo, te aseguro que no te cambiaría o negaría, compones mucho de lo especial que tiene mi vida. Y repito, aunque haya sufrido contigo, siempre serás el proyector de lo que yo soy en estos días. Podré tenerte siempre en cuenta como una lección aprendida; o más que eso, como el maestro de las lecciones que hoy pongo en práctica. Pues no hay mejor manera de acomodar el mañana que practicando en el hoy lo que se aprendió en el ayer.

Te pido no más que cuando regreses, lo hagas con la intención de seguirme enseñando, y te aconsejo que esta vez tus lecciones no sean tan duras. Ese complot que tienes con la vida de hacer sufrir a los aprendices, no es algo propio de tu belleza. No es algo natural. Porque los aprendices siempre seremos aprendices. Aquel que todo lo sepa, debe morir, pues no existe misión alguna en su vida. He allí tu importancia. He allí la necesidad de tu presencia en mi vida y en la vida de todos.

Sé, como antes he dicho, que cuando vuelvas tendré que volver a despedirte. Solo espero que cuando tenga que hacerlo, no te vayas dejándome malos recuerdos, pues eso significaría un mal vivir en el presente en cual me encuentro. De igual forma te pido que me dejes saborear la dulzura de un pasado feliz, que me hagas aprender pero que tú también aprendas. Y por favor, no llegues tan aprisa ni tan repentinamente. En el momento en que te vayas, juro que no te extrañaré.

Lo que dejas, sea bueno o sea malo, lo aprecio y respeto pues son momentos que tengo que atesorar para hacerme grande. Son esos los momentos que me darán la fuerza para superar las cosas malas que en un futuro tendré que volver a despedir, o las cosas buenas que se han ido, y se irán.

No puedo añadir nada más, pues es tan corta mi vida que no hay mucho escondido en lo que fue, pero si mucho por ver en lo que será, así que hasta aquí llego y me despido. O mejor dicho, te doy un hasta luego, y espero que cuando nos volvamos a encontrar, poder seguir conservando esa sonrisa melancólica pero feliz con la que hoy te recuerdo. Te agradezco por lo bueno y por lo malo, con cariño…

…yo.

martes, 20 de julio de 2010

¡El profesor les mintió! (Cuento abstracto)

¡El profesor les mintió! ¡Les mintió a todos! ¡Pobres ilusos! No veían que se encontraban en medio de una trampa armada por ese ser. Mentecatos. Su estrechez de mente no les daba para analizar los hechos. Ninguna persona carente de bienes ofrece y promete riqueza a otros, siempre es una farsa. Pero ellos no lo habían notado. Y todos se encontraban allí, solos, con frío, y esperando en el medio de una carretera desierta a que pasara alguien que los salvara. Si lograban salir de aquello, serían unos héroes, pero de nada valdría, para ese entonces, el profesor ya habría huido. Y la muerte no era física sino peor, era espiritual.

Los muertos caminaban sin sentido de aquí a allá, no tenían dirección alguna, estaban perdidos. El profesor los había dejado perderse. No. Ellos habían dejado perderse. El profesor solo utilizó sus trucos para hacerlos perder, ellos lo habían permitido. Y ahora, queridos lectores, mírenlos. Traten de imaginarlos y véanlos. Vean sus ropas mojadas y sucias, vean sus rostros llenos de lágrimas y con muecas de desespero en ellos. Sus almas son las que caminan. Ya ellos no pueden regresar. El profesor les mintió. ¡Les mintió a todos!

No existe un lugar más allá de aquel fuego. Todo después de las llamas ardientes se convierte en cenizas, y véanlos. Lucen horribles. Están quemados e inanimados. El profesor les había mentido y sus cenizas iban formándose mientras sus almas caminaban de un lado a otro en la carretera vacía. El profesor les mintió. Era fácil mentirles, las mentiras se forman en los labios y es sencillo dejarlas salir a flote. Las verdades no se forman, ya existen, solo que hay que empujarlas del alma hacia fuera. Pero miren lo que le había hecho el profesor a estos pobres diablos, ¡él no tiene alma!

Los dejó quemarse en el paradójico fuego de la ignorancia, cuando los dragones de la incultura lanzaban llamaradas y ellos caían y se ahogaban en el volcán de las mentiras de su profesor. Ellos eran más que él, en número, por lo tanto en mentes. ¡Oh, pero que ingenioso había sido el profesor! ¡El profesor les mintió, he dicho! ¡Les mintió a todos, pobres ilusos!

Ahora ya había cesado el fuego y las almas se perdían, se iban alejando malogrando su forma. Estaban en el mundo, pero no eran más que arena, que aire invisible e irrespirable, que mentiras, que suciedad, que vacío… ¡El profesor les mintió! Les mintió para convertirlos en rotas motas de torpeza. Ahora eran ridículas piezas de un rompecabezas oscurantista que vagaba a lo lejos del mundo real, del mundo culturizado, del mundo que tenía de frente lo que era válido, lo que era correcto. Del mundo que había sanado a los mentiras de ese profesor, que se había inmunizado a los engaños y no se había quemado en el brutal fuego de la desesperanza. ¡El profesor les mintió!

lunes, 19 de julio de 2010

Ojos (Escrito)

Derrama tus lágrimas sobre mi pecho y haz de tu llanto un altavoz. Permíteme escucharte y ver lo que en tus ojos se dibuja, eso de lo cual ellos se llenan con cada sentimiento y emoción. Regálame una mirada enternecedora, furiosa, amable, triste. Déjame ser parte de lo que tus ojos ven, de lo que sueñan, de lo que añoran. Haz de mí tus ojos; haz de mí ese pañuelo con el que secarás las lágrimas que de mí, tus ojos, brotaran. Y si algún día por mí propia estupidez, me ves, a tus ojos, llorar, golpéame con la furia del perdón y recuerda que cuando te veo, me ves y me veo. Somos la misma mirada en una sola, un solo ojo gigante que forma parte del corazón. Yo el ojo, tú la vista, tú el ojo, yo la vista. Ambos el sentimiento, ambos la emoción. Te doy mis ojos para que seas, para que veas lo que yo veo, para que sientas lo que yo siento cuando te miro. Sintamos lo mismo, te invito a compartir. Ábrelos. Mantenlos abiertos. Que tus ventanas no se cierren al alma, y que las ventanas del alma perciban lo bello de esta vida y lo maravilloso de este amor. Ojos negros, café, verdes y azules. Ojos como la noche, como el aroma, como el bosque, como el mar. Ojos que van y que vienen mirando de aquí a allá. Detén tus ojos en un momento y mira hacia él, créelo, y ve como aparezco al final, para regalarte la mirada que promete que en tus ojos y tu corazón, siempre estaré…

La Esquina

La lluvia mojaba mi traje y empañaba los cristales de mis anteojos, poca luz en la noche, y mucho viento y frío en las calles. Yo caminaba con paso apurado, cuidadoso de no tropezar. No vi el taxi que pasó a mi lado sino cuando ya estaba muy lejos, y decidí parar en la esquina a esperar otro; total, ya más mojado de lo que estaba no podía quedar.

En esa esquina, bajo el farol, había una mujer. No pude distinguir bien su rostro cubierto de gotas de lluvia, pero ella sonreía y parecía agradada por el chubasco. Yo sorprendido por la rareza, sonreí también y nuestras miradas se cruzaron en aquel segundo mágico en el que mi vida cambiaba. Intercambiamos sonrisas, y a la luz escasa de aquel farol sellamos con nuestros silencios un pacto de amor eterno.

Amor a primera vista, de ese que se siente como un choque eléctrico. De ese que viene cuando menos te lo esperas. De ese que entra por los ojos y traspasa los límites de nuestra anatomía hasta llegar al corazón. Amor a primera vista era lo que yo había sentido. Amor a primera vista era lo que me mantendría vivo y cálido durante aquella noche.

Sin decir mucho, o sin decir nada, entendimos que ambos lo queríamos. Ambos dispuestos, ambos emocionados. Nos subimos juntos al taxi como cualquier pareja de la ciudad mojada, y nos dirigimos hacia mi hogar. No dejábamos de mirarnos. Nuestros ojos aún mantenían aquella conexión divina con nuestros corazones.

Entramos a la casa y nos quitamos las ropas. Abrigos y suéteres, camisas y prendas íntimas, y sumidos en la desnudez consumamos aquella magia que comenzó en la esquina. Besos, caricias, gemidos y más sonrisas. Amor que se entregaba a través del bello acto. Amor que se hacía como Dios lo había creado.

Exhaustos los dos caímos vencidos. Gustosos, habíamos perdido la batalla contra aquellos sentimientos. Y yo, antes de dormir, pensé que no había saciado mi sed por aquella hermosa sensación. Se infló un globo de felicidad en mi interior, mis ojos se cerraron y mi mente se fue de viaje al infinito mundo de los sueños. Soñé con ella, y desperté feliz.

Desperté feliz pero desperté solo. Ella ya no estaba. Solo había dejado una nota en la cocina junto a una taza de café vacía. Pedía disculpas y con un adiós me juraba que jamás la volvería a ver. La nota se mojó con una lágrima escurridiza que resbaló por mi mejilla. Me vestí con rapidez y fui a buscarla a aquella esquina con la esperanza de alcanzarla y volver a hacerla sentir ese calor del amor a primera vista. ¡Amor falso y unilateral que rompe los corazones de los románticos!, pensé con furia; y corrí como si de salvar mi vida se tratase, lo que de hecho, era así.

Llegué a la esquina y ella no estaba. Caminé en círculo buscándole una explicación a su abandono repentino y mientras tanto, el globo de felicidad se desinflaba con creces, más lágrimas y un dolor punzante. Dolor que aparecía en el mismo punto donde en aquel minuto mágico se sentía ese choque de corriente esperanzador.

De pronto, lo hermoso se hizo gris, lo bueno se volvió indiferente y lo malo ya no preocupaba. De pronto, la vida perdió el color y el sabor. De pronto, lo único que existía estaba frente a mí, y era aquél viejo farol de la ciudad mojada. En aquella esquina me planté a esperar, y de aquella esquina no pude volver a moverme. Llega el momento en que toda rosa debe morir, y toda mariposa debe desaparecer; llega el momento en que todo hombre debe descubrir el lado oscuro de la vida y no volver a verle los colores jamás. Llega el momento en que los seres nos topamos con nuestra esquina, y para bien o para mal, nos plantamos en ella hasta morir.

domingo, 18 de julio de 2010

Quizás esto es lo mejor

Él siempre la había amado. Siempre. Desde la primera vez que la vio sintió como su corazón casi abandonaba el pecho con sus fuertes latidos. Ella no era la mujer más hermosa, tampoco la más inteligente, ni una princesa de cuentos. Era sencilla, algo básica, y con un físico dentro del promedio. Sin embargo nada de aquello le importaba a Nicolás, quien había amado a Sofía desde el momento en que la vio asomarse por aquella puerta la tarde en que él y sus padres llegaron al vecindario.

Hacía frío, estaba lloviendo y la tensión ocupaba un puesto en la Wagoneer del año ochenta y dos que manejaba el padre de Nicolás. Ni su madre, ni él querían mudarse, pero el padre quien era la única base de aquella familia en quiebra, había conseguido un buen empleo cerca del vecindario y sin previa consulta había tomado la decisión de trasladarse.

Llegaron por fin, y con diplomacia ayudaron a bajar las maletas de la camioneta. En esta tarea se encontraba Nicolás, insultando con ira a su padre en su mente, cuando vio que la puerta de la casa que se encontraba al otro lado de la calle, frente a la suya, se abría. Una cabellera castaña, unos ojos color miel, estatura mediana e incisivos grandes fue lo que pudo detallar del físico de aquella joven Nicolás. Del resto, solo vio a la mujer más hermosa que había visto en su vida.

Pasaron los días, y la constante presencia de la muchacha en la puerta y ventana de la casa vecina alegraba cada vez más a Nicolás quien se comenzaba a contentar con el vecindario y a hacer las paces con su padre. Pasaron las semanas y ya ambos jóvenes intercambiaban sonrisas. Esos días se hacían más cortos y las semanas volaban hasta convertirse en meses de constante observación hasta que una tarde se dio la oportunidad que Nicolás esperaba y tuvo que hablarle cuando ella, Sofía, se presentó en su casa solicitando la ayuda de él para cargar unas cajas de su habitación.

Él la ayudó, y a raíz de esto entablaron una buena relación entre vecinos que se sonreían con amabilidad y se saludaban de lejos. Sin embargo, Nicolás buscaba cualquier excusa para verla, para saludarla, para observar el brillo de su sonrisa y apreciar la dulzura de su voz. El tiempo siguió avanzando y Nicolás y Sofía se hicieron muy buenos amigos, pero nada más.

Nicolás recordaba con frecuencia sus fiascos amorosos del pasado y sentía un miedo inverosímil de hablarle, de expresarle sus sentimientos, de decirle que desde el momento en que la vio se había enamorado totalmente de ella. De sus ojos, su boca, su cabello, sus dientes, su voz, su sonrisa…

Hubo un tiempo en que Sofía visitaba todas las tardes a Nicolás para charlar y tomar café. Ella nunca había tenido un amigo tan cercano como él, y aquello incrementaba el miedo de él para hablarle. Él tampoco había tenido una amiga así jamás; claro, a las que había tenido, no las había amado con locura. Ya hacían dos años desde que Sofía se asomó por aquella puerta, y Nicolás se decidía cada día más a hablarle por las noches, y en la mañana, aquellas decisiones se desvanecían y se hacían invisibles como un grano de sal en el agua. Se prometía a si mismo hablarle y rompía la promesa. Se prometía olvidarla y la volvía a romper. Con aquel amor enloquecido Nicolás se hacía débil al punto de querer morir.

Una tarde en la que los dos tomaban café, Nicolás recordó la tarde en que se mudó a aquel vecindario y volvió a culpar a su padre, victimario culpable de su felicidad, su infelicidad y su más grande amor. Aquello no era vida. Miró a Sofía y se decidió a hablarle, a decirle algo, no sabía qué, pero entendía que cualquier cosa la espantaría o le rompería el corazón. La vio sonreír a la lluvia con sus grandes dientes y ese sonido tan especial y entonces se arrepintió. No. No sería capaz de contarle nada, de hacerla sufrir. La amaba y no sería el culpable de dañarle la existencia. Sonrió con desconsuelo tratando de animarse, y aunque sabría que el sufrimiento sería fuerte, extenso y casi eterno, miró a una amiga que tenía y pensó que…

–Quizás esto es lo mejor –dijo Nicolás. Sofía lo miró sin comprender pero él se limitó a sonreír, y en silencio, ambos siguieron contemplando la lluvia.

sábado, 17 de julio de 2010

Regresar a Nunca Jamás

“Hola, te escribo desde la tierra donde estoy. Espero que allá donde tú estás, puedas leer mi carta…

Con estas palabras encabezaba Álvaro la carta que escribía a Miguel, su hermano, quien se encontraba muy lejos de él:

“Hoy en día la vida aquí abajo no es tan buena, no es tan bella. Tengo que trabajar para sobrevivir. Si quiero comer, debo ganarme mi alimento. Y aunque no todo es malo, tampoco todo es felicidad. No es como cuando éramos niños que no teníamos ningún tipo de preocupación. No todos son sonrisas, y ya casi nada es juego. Pero como te he dicho, no todo es malo, tengo una esposa muy hermosa y dos hijos preciosos. La mayor es Susana, tiene once años y es una niña encantadora, el menor tiene ocho años, es muy inteligente y divertido, se llama Miguel como tú, su tío…

Nunca dejo de pensar en todas esas travesuras que hicimos cuando niños. Como cuando escondimos la ropa del tendedero de la vecina, o jugamos al frisbee con los discos viejos de papá. Era todo tan divertido, y éramos los dos tan inocentes. A veces me siento a recordar y quisiera que nada hubiera cambiado, que nos hubiésemos quedado allí en ese momento para siempre. Es una verdadera lástima que tú hayas tenido la oportunidad y no yo, pero son cosas del destino…

Ese momento en el que nos separamos tampoco puedo olvidarlo. Fue muy significativo para mí, y también muy doloroso. Extrañarte es peor que nada, pues te extraño pero no te puedo dejar de recordar… todos los días, hermano. Sé que te fuiste a un lugar mejor, y no lo conozco aún ni creo que voy a conocerlo, pero de seguro estarás siendo feliz y haciendo muy feliz a otro. Solías siempre ser el bromista, el divertido y a mí eso me encantaba…

¿Te acuerdas cuando tuvimos aquella conversación sobre nuestras vidas futuras? Yo sí. Fue poco antes de que ocurriera… aquello. Prometimos no crecer. Seríamos como Peter Pan, y nos iríamos juntos al país de Nunca Jamás al primer indicio que tuviéramos de que dejábamos de ser niños. Tú te fuiste, y espero que estés allí. Pero no lo sabía y me dio miedo ir sin ti…

Decidí crecer y hacerme una vida de adulto, y soy exactamente como esos adultos que odiábamos, aburrido y trabajador, pero trato de enmendar ese “error” haciendo cosas buenas por mis hijos. Tú que vives en Nunca Jamás no habrás crecido aún y entenderás muy poco lo que te digo. Imagina que es un niño el que escribe estas palabras. Soy un niño que te quiere y te extraña siempre…

Susana y el pequeño Miguel han oído mucho de ti, por supuesto. Saben todo sobre su encantador tío, su tío que es un niño un poco más grande que ellos, un niño que no creció y que vive en el cielo rodeado de estrellas en un país al cual se llega volando. Se emocionan mucho con esto, y les encanta oír las mismas historias que solían leernos mamá y papá antes de ir a dormir...

Mi esposa es una gran mujer y una excelente madre. Me recuerda mucho a mamá en su forma de cuidar a los niños, es muy parecido a como nos cuidaban a nosotros, con amor, bondad y mucha comprensión. Mamá sufrió mucho cuando te fuiste, a papá le costó bastante superarlo también. Yo, aún no lo supero y todos los días estás presente. Quiero que lo sepas…

El propósito de esta carta no era solamente saludarte, era pedirte un favor y contarte un secreto. No es un secreto infantil, de los que nos contábamos el uno al otro en nuestros campamentos dentro de la habitación o en la sala; es algo mucho más grande. Hermano, voy a morir…

Moriré pronto pues estoy muy enfermo. El médico me ha dado muy poco tiempo de vida. Y la razón por la cual te cuento esto es porque no tengo un lugar al cual ir, y quiero volver a creer. Permíteme ir contigo, ser un niño de nuevo y regresar a Nunca Jamás. Ábreme las puertas, regálame las alas y ayúdame a volar hasta la estrella… Con amor, Álvaro.”.

Así culminaba la carta, y nunca hubo respuesta. Álvaro escribió de nuevo, moribundo, a su hermano Miguel:

“Hermano, hoy es mi último día, y si aceptaste lo que en mi carta habrás leído, nos vemos pronto… porque pienso regresar a Nunca Jamás…”.

jueves, 15 de julio de 2010

Un lugar mejor

Yo conocía perfectamente donde se encontraba la salida, pero de ningún modo quería salir de allí. Había pasado allí las últimas tres horas, y pasaría otras tres, cuatro, cinco y todas las que fuesen necesarias hasta obtener una respuesta. Ya las enfermeras, y algunos médicos, que caminaban de un lado a otro, atravesando constantemente la sala de espera donde yo me encontraba, me miraban con una familiar sonrisa de lástima en sus cansados rostros. Yo les sonreía para no hacerme sentir peor.

No tenía noticia alguna. Unos minutos antes se había acercado a mí una enfermera, pero solo para ofrecerme café y recomendarme ir a casa y dormir al menos un par de horas. Me dijo que aquella operación que le estaban realizando a mi esposa tardaría mucho tiempo, que no tenía que quedarme allí, que me veía muy cansado. Mentalmente, agradecí el gesto, pero no respondí.

Me senté en una de las incómodas sillas de la sala de espera y cerré los ojos. Fue imposible visualizar otro momento…

La vi a ella sonriendo y bailando en nuestra noche de aniversario, me contentaba tanto verla así: alegre, amorosa, soñadora. Eran diez años de matrimonio, y lo celebrábamos como la primera vez. Sonaba una bonita música de fondo, la cena había estado deliciosa y ahora nos besábamos en el salón. Eran besos tan apasionados que creí por un instante que me quedaba sin alma; que el aire que respiraba se iba a sus pulmones y no a los míos. La abracé. La abracé con mucha fuerza. La abracé con tanta fuerza que ella supo en ese momento que era cierta mi promesa no dejarla ir jamás. Que estaría con ella siempre.

–Vamos a la habitación –me dijo, separando sus labios de los míos.

No respondí, solo asentí con la cabeza y la seguí escaleras arriba.

Ya en la habitación no hice más que quitarme la ropa y esperarla en la cama. Ella entró al cuarto de baño, yo estaba tan emocionado.

Pero entonces no escuché ningún ruido saliendo del cuarto de baño y ya había pasado un rato. “¿Estás bien?”, pregunté, y ella no respondió. Intenté entrar pero la puerta estaba cerrada. En ese momento de nerviosismo mi mente comenzó a nublarse. Escuché un estruendo dentro del baño, y como pude logré forzar la puerta y entrar. Y la vi.

Estaba pálida, tendida en el suelo y sangraba con la nariz. Su estado de inconsciencia me hizo salir a mí del mío, la subí a la cama y corrí por un teléfono a llamar a una ambulancia… Después, estábamos en el hospital…

Una mano tocó mi hombro con suavidad, exactamente como cuando despiertas a alguien para darle malas noticias.

– ¿Qué pasa pregunté?

–Señor, nosotros…

No tuve que escuchar el resto de la frase para lograr comprenderla. Mis ojos se llenaron de lágrimas, mi corazón de espinas y mi alma de niebla. Me sentí débil. Me sentí vacío. Caí al suelo y sentía como varias manos intentaban ponerme en pie. Oía como varias voces me aupaban. Pero no quería levantarme. No quería hacerlo en ese momento y no quería hacerlo jamás. Estaba condenado a vivir una eternidad de infelicidad extrema si no era vivir con ella. Cerré mis ojos nuevamente.

Ahí estaba ella, junto a la puerta del hospital; sonreía y se veía rejuvenecida. Me hizo señas para que la siguiera. No caminé hasta a ella, corrí. La abracé y la besé. Ella solo sonrío y me devolvió el abrazo, luego se apartó de mí y me enseñó una puerta.

Pero aquella puerta era distinta a todas. No era una puerta que perteneciese a un hospital; pero me bastó solo una mirada suya para comprender. Aquella puerta era la que me mantendría junto a ella. La que nos llevaría a ese lugar ansiado sin infelicidades ni dolores. La que nos uniría realmente, y para siempre, en un eterno abrazo. No pude si quiera pensarlo: lo había decidido. La tomé de la mano y cruzamos juntos la puerta a un lugar mejor.

Y miles kilómetros más allá de mi conciencia, un doctor dictaminaba mi muerte sin causa.

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