lunes, 19 de julio de 2010

La Esquina

La lluvia mojaba mi traje y empañaba los cristales de mis anteojos, poca luz en la noche, y mucho viento y frío en las calles. Yo caminaba con paso apurado, cuidadoso de no tropezar. No vi el taxi que pasó a mi lado sino cuando ya estaba muy lejos, y decidí parar en la esquina a esperar otro; total, ya más mojado de lo que estaba no podía quedar.

En esa esquina, bajo el farol, había una mujer. No pude distinguir bien su rostro cubierto de gotas de lluvia, pero ella sonreía y parecía agradada por el chubasco. Yo sorprendido por la rareza, sonreí también y nuestras miradas se cruzaron en aquel segundo mágico en el que mi vida cambiaba. Intercambiamos sonrisas, y a la luz escasa de aquel farol sellamos con nuestros silencios un pacto de amor eterno.

Amor a primera vista, de ese que se siente como un choque eléctrico. De ese que viene cuando menos te lo esperas. De ese que entra por los ojos y traspasa los límites de nuestra anatomía hasta llegar al corazón. Amor a primera vista era lo que yo había sentido. Amor a primera vista era lo que me mantendría vivo y cálido durante aquella noche.

Sin decir mucho, o sin decir nada, entendimos que ambos lo queríamos. Ambos dispuestos, ambos emocionados. Nos subimos juntos al taxi como cualquier pareja de la ciudad mojada, y nos dirigimos hacia mi hogar. No dejábamos de mirarnos. Nuestros ojos aún mantenían aquella conexión divina con nuestros corazones.

Entramos a la casa y nos quitamos las ropas. Abrigos y suéteres, camisas y prendas íntimas, y sumidos en la desnudez consumamos aquella magia que comenzó en la esquina. Besos, caricias, gemidos y más sonrisas. Amor que se entregaba a través del bello acto. Amor que se hacía como Dios lo había creado.

Exhaustos los dos caímos vencidos. Gustosos, habíamos perdido la batalla contra aquellos sentimientos. Y yo, antes de dormir, pensé que no había saciado mi sed por aquella hermosa sensación. Se infló un globo de felicidad en mi interior, mis ojos se cerraron y mi mente se fue de viaje al infinito mundo de los sueños. Soñé con ella, y desperté feliz.

Desperté feliz pero desperté solo. Ella ya no estaba. Solo había dejado una nota en la cocina junto a una taza de café vacía. Pedía disculpas y con un adiós me juraba que jamás la volvería a ver. La nota se mojó con una lágrima escurridiza que resbaló por mi mejilla. Me vestí con rapidez y fui a buscarla a aquella esquina con la esperanza de alcanzarla y volver a hacerla sentir ese calor del amor a primera vista. ¡Amor falso y unilateral que rompe los corazones de los románticos!, pensé con furia; y corrí como si de salvar mi vida se tratase, lo que de hecho, era así.

Llegué a la esquina y ella no estaba. Caminé en círculo buscándole una explicación a su abandono repentino y mientras tanto, el globo de felicidad se desinflaba con creces, más lágrimas y un dolor punzante. Dolor que aparecía en el mismo punto donde en aquel minuto mágico se sentía ese choque de corriente esperanzador.

De pronto, lo hermoso se hizo gris, lo bueno se volvió indiferente y lo malo ya no preocupaba. De pronto, la vida perdió el color y el sabor. De pronto, lo único que existía estaba frente a mí, y era aquél viejo farol de la ciudad mojada. En aquella esquina me planté a esperar, y de aquella esquina no pude volver a moverme. Llega el momento en que toda rosa debe morir, y toda mariposa debe desaparecer; llega el momento en que todo hombre debe descubrir el lado oscuro de la vida y no volver a verle los colores jamás. Llega el momento en que los seres nos topamos con nuestra esquina, y para bien o para mal, nos plantamos en ella hasta morir.

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