jueves, 15 de julio de 2010

Un lugar mejor

Yo conocía perfectamente donde se encontraba la salida, pero de ningún modo quería salir de allí. Había pasado allí las últimas tres horas, y pasaría otras tres, cuatro, cinco y todas las que fuesen necesarias hasta obtener una respuesta. Ya las enfermeras, y algunos médicos, que caminaban de un lado a otro, atravesando constantemente la sala de espera donde yo me encontraba, me miraban con una familiar sonrisa de lástima en sus cansados rostros. Yo les sonreía para no hacerme sentir peor.

No tenía noticia alguna. Unos minutos antes se había acercado a mí una enfermera, pero solo para ofrecerme café y recomendarme ir a casa y dormir al menos un par de horas. Me dijo que aquella operación que le estaban realizando a mi esposa tardaría mucho tiempo, que no tenía que quedarme allí, que me veía muy cansado. Mentalmente, agradecí el gesto, pero no respondí.

Me senté en una de las incómodas sillas de la sala de espera y cerré los ojos. Fue imposible visualizar otro momento…

La vi a ella sonriendo y bailando en nuestra noche de aniversario, me contentaba tanto verla así: alegre, amorosa, soñadora. Eran diez años de matrimonio, y lo celebrábamos como la primera vez. Sonaba una bonita música de fondo, la cena había estado deliciosa y ahora nos besábamos en el salón. Eran besos tan apasionados que creí por un instante que me quedaba sin alma; que el aire que respiraba se iba a sus pulmones y no a los míos. La abracé. La abracé con mucha fuerza. La abracé con tanta fuerza que ella supo en ese momento que era cierta mi promesa no dejarla ir jamás. Que estaría con ella siempre.

–Vamos a la habitación –me dijo, separando sus labios de los míos.

No respondí, solo asentí con la cabeza y la seguí escaleras arriba.

Ya en la habitación no hice más que quitarme la ropa y esperarla en la cama. Ella entró al cuarto de baño, yo estaba tan emocionado.

Pero entonces no escuché ningún ruido saliendo del cuarto de baño y ya había pasado un rato. “¿Estás bien?”, pregunté, y ella no respondió. Intenté entrar pero la puerta estaba cerrada. En ese momento de nerviosismo mi mente comenzó a nublarse. Escuché un estruendo dentro del baño, y como pude logré forzar la puerta y entrar. Y la vi.

Estaba pálida, tendida en el suelo y sangraba con la nariz. Su estado de inconsciencia me hizo salir a mí del mío, la subí a la cama y corrí por un teléfono a llamar a una ambulancia… Después, estábamos en el hospital…

Una mano tocó mi hombro con suavidad, exactamente como cuando despiertas a alguien para darle malas noticias.

– ¿Qué pasa pregunté?

–Señor, nosotros…

No tuve que escuchar el resto de la frase para lograr comprenderla. Mis ojos se llenaron de lágrimas, mi corazón de espinas y mi alma de niebla. Me sentí débil. Me sentí vacío. Caí al suelo y sentía como varias manos intentaban ponerme en pie. Oía como varias voces me aupaban. Pero no quería levantarme. No quería hacerlo en ese momento y no quería hacerlo jamás. Estaba condenado a vivir una eternidad de infelicidad extrema si no era vivir con ella. Cerré mis ojos nuevamente.

Ahí estaba ella, junto a la puerta del hospital; sonreía y se veía rejuvenecida. Me hizo señas para que la siguiera. No caminé hasta a ella, corrí. La abracé y la besé. Ella solo sonrío y me devolvió el abrazo, luego se apartó de mí y me enseñó una puerta.

Pero aquella puerta era distinta a todas. No era una puerta que perteneciese a un hospital; pero me bastó solo una mirada suya para comprender. Aquella puerta era la que me mantendría junto a ella. La que nos llevaría a ese lugar ansiado sin infelicidades ni dolores. La que nos uniría realmente, y para siempre, en un eterno abrazo. No pude si quiera pensarlo: lo había decidido. La tomé de la mano y cruzamos juntos la puerta a un lugar mejor.

Y miles kilómetros más allá de mi conciencia, un doctor dictaminaba mi muerte sin causa.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Anuncios