domingo, 18 de julio de 2010

Quizás esto es lo mejor

Él siempre la había amado. Siempre. Desde la primera vez que la vio sintió como su corazón casi abandonaba el pecho con sus fuertes latidos. Ella no era la mujer más hermosa, tampoco la más inteligente, ni una princesa de cuentos. Era sencilla, algo básica, y con un físico dentro del promedio. Sin embargo nada de aquello le importaba a Nicolás, quien había amado a Sofía desde el momento en que la vio asomarse por aquella puerta la tarde en que él y sus padres llegaron al vecindario.

Hacía frío, estaba lloviendo y la tensión ocupaba un puesto en la Wagoneer del año ochenta y dos que manejaba el padre de Nicolás. Ni su madre, ni él querían mudarse, pero el padre quien era la única base de aquella familia en quiebra, había conseguido un buen empleo cerca del vecindario y sin previa consulta había tomado la decisión de trasladarse.

Llegaron por fin, y con diplomacia ayudaron a bajar las maletas de la camioneta. En esta tarea se encontraba Nicolás, insultando con ira a su padre en su mente, cuando vio que la puerta de la casa que se encontraba al otro lado de la calle, frente a la suya, se abría. Una cabellera castaña, unos ojos color miel, estatura mediana e incisivos grandes fue lo que pudo detallar del físico de aquella joven Nicolás. Del resto, solo vio a la mujer más hermosa que había visto en su vida.

Pasaron los días, y la constante presencia de la muchacha en la puerta y ventana de la casa vecina alegraba cada vez más a Nicolás quien se comenzaba a contentar con el vecindario y a hacer las paces con su padre. Pasaron las semanas y ya ambos jóvenes intercambiaban sonrisas. Esos días se hacían más cortos y las semanas volaban hasta convertirse en meses de constante observación hasta que una tarde se dio la oportunidad que Nicolás esperaba y tuvo que hablarle cuando ella, Sofía, se presentó en su casa solicitando la ayuda de él para cargar unas cajas de su habitación.

Él la ayudó, y a raíz de esto entablaron una buena relación entre vecinos que se sonreían con amabilidad y se saludaban de lejos. Sin embargo, Nicolás buscaba cualquier excusa para verla, para saludarla, para observar el brillo de su sonrisa y apreciar la dulzura de su voz. El tiempo siguió avanzando y Nicolás y Sofía se hicieron muy buenos amigos, pero nada más.

Nicolás recordaba con frecuencia sus fiascos amorosos del pasado y sentía un miedo inverosímil de hablarle, de expresarle sus sentimientos, de decirle que desde el momento en que la vio se había enamorado totalmente de ella. De sus ojos, su boca, su cabello, sus dientes, su voz, su sonrisa…

Hubo un tiempo en que Sofía visitaba todas las tardes a Nicolás para charlar y tomar café. Ella nunca había tenido un amigo tan cercano como él, y aquello incrementaba el miedo de él para hablarle. Él tampoco había tenido una amiga así jamás; claro, a las que había tenido, no las había amado con locura. Ya hacían dos años desde que Sofía se asomó por aquella puerta, y Nicolás se decidía cada día más a hablarle por las noches, y en la mañana, aquellas decisiones se desvanecían y se hacían invisibles como un grano de sal en el agua. Se prometía a si mismo hablarle y rompía la promesa. Se prometía olvidarla y la volvía a romper. Con aquel amor enloquecido Nicolás se hacía débil al punto de querer morir.

Una tarde en la que los dos tomaban café, Nicolás recordó la tarde en que se mudó a aquel vecindario y volvió a culpar a su padre, victimario culpable de su felicidad, su infelicidad y su más grande amor. Aquello no era vida. Miró a Sofía y se decidió a hablarle, a decirle algo, no sabía qué, pero entendía que cualquier cosa la espantaría o le rompería el corazón. La vio sonreír a la lluvia con sus grandes dientes y ese sonido tan especial y entonces se arrepintió. No. No sería capaz de contarle nada, de hacerla sufrir. La amaba y no sería el culpable de dañarle la existencia. Sonrió con desconsuelo tratando de animarse, y aunque sabría que el sufrimiento sería fuerte, extenso y casi eterno, miró a una amiga que tenía y pensó que…

–Quizás esto es lo mejor –dijo Nicolás. Sofía lo miró sin comprender pero él se limitó a sonreír, y en silencio, ambos siguieron contemplando la lluvia.

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