Se encontraban todos los días en el tren, de ida a la ciudad. A veces
ambos estaban sentados, a veces uno de pie, a veces con el campo visual libre,
a veces con el vagón abarrotado él sólo podía observar el rojo intenso de su
cabello. Era una mujer hermosa, como tantas otras que había visto. Pero ésta
tenía algo especial. Quizás el no haberla conocido, el no saber nada acerca de
su historia. Nunca se había atrevido a hablarle, aunque el día en que se
dispusiera a hacerlo, tendría que planificar muy bien la acción. Las puertas
del vagón se abrían y era lo mismo que un par de pulmones agotados, aguantando
la respiración por mucho tiempo, y esperando esa pequeña entrada de aire para
soltar lo impuro y respirar con tranquilidad. El vagón se vaciaba en menos de
un minuto y ahí se perdía ella entre la multitud, desconocida, ignorante de la existencia
de su atento observador.
La presencia de
aquella mujer lo enloquecía, lo desconcertaba. Perdía la concentración pensando
en ella, se le escapaban las horas sin lograr sus objetivos. Lo había
hechizado. Soñaba con sus manos blancas, con su cabello rojo y brillante, con
sus ojos azules, con sus dientes marfilados. Pasaba horas imaginando cómo
sonaría su voz. La materializaba en su mente para volverla a desmaterializar.
La pintaba altiva, vivaracha, inteligente. Se hacía con su recuerdo bajo la
almohada, apretándolo como se aprieta un amuleto de la suerte, protegiéndolo
como el alma y la conciencia. Se había vuelto adicto a los pensamientos que
inundaban su cabeza, los pensamientos sobre esta hermosa mujer de la que no
sabía absolutamente nada. De la que no conocía otra cosa además de su evidente
belleza. En ocasiones se descubría a sí mismo recreando inexistentes
conversaciones en las que ambos se abrían el uno al otro, entregándose. Se la
imaginaba tanto que a veces le dedicaba sonrisas que iban a parar a ningún
lugar, o eran interpretadas como señal de locura por los demás viajantes del
tren. Llegaba el sábado y con él el desespero. Hasta la siguiente semana, en la
que la rutina de verla, de solamente verla, volvía a ocupar su espacio en la
descuajada vida del atento observador.
Un día llegó a su
casa pensando en ella y en escribirle un poema. Pero las palabras no le salían
del alma, estaban allí y no estaban. No encontraba como describirla, ni como
describir sus sentimientos hacia la hermosa mujer, si es que había alguno.
¿Dónde estaba la musa? No lo sabía. Quizás no había musa alguna. Pero eso
sonaba a error. Entonces el atento observador tomó la iniciativa al día
siguiente y se acercó a su dama de ensueño, así, sin planificación. Le habló y
ella sonrió y devolvió las palabras. Ambos conversaron lo que duraba el
trayecto en el tren. Y cuando las puertas se abrieron, en el respiro del vagón,
siguieron conversando, conociéndose trivialmente, hasta que él la invitó a
tomar un café, con todo lo que esto implicaba. Ella volvió a sonreír y le
aclaró que ella sólo aceptaba invitaciones de damas.
En un arrebato de
rabia por su fatal desengaño, el atento observador abandonó para siempre el
trayecto del tren, maldiciendo cada día hasta el día de su muerte el haber
confundido musas con musarañas.
0 comentarios:
Publicar un comentario